La Navidad, nadie lo duda, es un evento que influye en el ánimo y espíritu de todo el mundo occidental; ahora también en el mundo oriental. Las calles de las grandes ciudades se llenan de luces de colores, de campanas dobles, velas monumentales y sonrientes ancianos vestidos de rojo Coca Cola llevan regalos a las personas, especialmente a los niños que se portaron bien. Se cena, la noche del veinticuatro y la madrugada del veinticinco, pierna al horno, pavo relleno, o en muchos casos los famosos romeritos y el bacalao. La familia se reúne para desearse, al menos por esa noche, y el día siguiente, una felicidad mezquina: “Feliz Navidad”, no más. Como a eso de las tres de la mañana del día veinticinco, muchos son los hombres, excedidos de alcohol, que muestran el otro rostro de la Navidad.
Salen ebrios de la fiesta y buscan taxi para poder llegar a su casa después de que pusieron en ridículo a la esposa e hijos, ya sea porque se pelearon con el hermano, con el padre. Son ebrios a quienes tuvieron que sacar entre todos para que no siguieran arruinando la fiesta. Me consta, yo fui taxista ocho años y los veía salir, me hacían la señal de parar y los subía a mi taxi. Me contaban su vida, sus broncas, sus rencores, pero nunca su felicidad.
A la mañana siguiente la resaca, la vergüenza, las disculpas en el mejor de los casos, o el silencio en el peor. Otras veces la Navidad es un recordatorio de nuestra soledad, un vistazo a la ruindad de los demás, una ojeada a los sueños no cumplidos. Se desea. pero no se tiene para comprar, se ansía, pero no se tiene para aspirar. No es cierto eso que dice Serrat, que en las fiestas «el prohombre y el humano bailan y se dan la mano sin importarles la raza». Acaba uno descubriendo que para muchos hay varias clases de Navidad.