El año del eclipse

Eclipse
El año del eclipse FOTO: WEB
- en Carrusel, Opinión

Armando Ortiz

“¿El mundo,
siempre fue así,
o ahora
se ha vuelto
sólo por mí tan triste?”

En el año de 1991 observé mi primer eclipse total de sol. Para verlo en su totalidad me trasladé a Nogales, Veracruz, al parque de la laguna. Viaje hasta allá porque me dijeron no habría de contemplarse otro eclipse total en estas zonas durante mucho tiempo; 33 años dijeron. Fue espectacular. En su apogeo, cuando ya la luna cubría la mayor parte de la circunferencia del sol, la fauna y las sombras se tornaron lujuriosas; un viento extraño sopló y la oscuridad empezó a inundar la mañana poco después del mediodía. En Nogales, Veracruz, durante ese eclipse, la oscuridad se hizo total a eso de la una y media (13:30 horas). Vimos, como si fuera la medianoche, las estrellas brillando en todo su apogeo. Es algo que nunca voy a olvidar.

A finales del 91, justo en los meses de septiembre y octubre, mi mente experimentó una situación similar a la del sol. Entonces, más joven de lo que soy, más vulnerable, empecé a padecer ciertos estados de ansiedad severos que dominaban completamente mi ánimo. En ese tiempo no soportaba estar solo y no toleraba la compañía de los demás. Me volví irritable, hosco y huraño. Para colmo empecé a sufrir ciertas crisis de melancolía que me duraban días enteros, a veces semanas. No presté atención a eso y traté de llevar una vida normal, pero mis esfuerzos fueron inútiles; conforme se llegaba el fin de año mi situación empeoraba. Fui perdiendo amigos y reconociendo a los pocos que lo eran en verdad.

Mi familia, escéptica todavía, pensaba que los cambios en mi conducta se debían a una especie de capricho postadolescente, consecuencia de mis frustrados intentos por conseguir un buen trabajo o quizá al terrible rompimiento con Irene, la mujer que siempre voy a extrañar. También habría que decir que la relación con mi madre se deterioró y mi situación económica sucumbió por completo. Para colmo, mi mejor amigo, aquel en quien me apoyé para poder salir de la depresión, se alejó de mí lleno de una mórbida consternación. De ahí en adelante todo empeoró. Caí en un estado depresivo bastante severo. En un mes bajé 15 kilos de peso. Padecía insomnio. Me acostaba a las ocho de la noche y me iba quedando dormido a las dos de la madrugada para despertar a las cuatro o cinco de la mañana y levantarme obligado a las nueve de la mañana, que era cuando me subían el desayuno a la cama. Había perdido el apetito y la libido se me inhibió completamente. Ya ni siquiera me daban ganas de masturbare; era yo una especie de beato. Rezaba por las noches y mis blasfemas súplicas al Creador eran para que no despertara al día siguiente; y qué dolor, qué frustración despertar vivo a un nuevo día.

Mi madre puso atención a mí estado depresivo sólo después de este hecho. Cierta tarde a insistencias de mi amigo Jaime Renán, asistí a una plática sobre Neorromanticismo en la biblioteca de la ciudad de Xalapa. Casi al final de la charla empecé a sentir que me asfixiaba, una ansiedad inédita estragaba mis entrañas. No soportando estar entre tanta gente salí sin dar explicaciones. Para colmo no llevaba dinero para el taxi y tuve que optar por el autobús. En el autobús mi pensamiento giraba sobre el hecho de que todos los pasajeros eran conscientes de mi tragedia; mi tristeza y dolor iban expuestos y no podía soportar que todos lo supieran. A dos cuadras de la colonia donde vivo reconocí la casa del amigo que supuestamente me había abandonado a mí suerte, y como si el diablo me hubiera dado una bofetada rompí a llorar. Me cubrí el rostro con las manos, las lágrimas escurrían por mis dedos, así bajé del autobús. Ya en casa, un poco calmado, subí a mi habitación, mi madre se encontraba en casa. Tan pronto me vio preguntó, ¿qué te pasa? Tengo ganas de llorar, le dije. Pues llora, me dijo, llora si quieres llorar. Entonces lloré. Pero mi llanto se prolongó y se intensificó a tal grado que a los pocos minutos ya estaba lanzando fuertes lamentos de dolor, desgarradores gritos de angustia; era como si todo lo querido por mi estuviera perdido. Lloré como si estuviera plañendo mi futuro, como si conociera de antemano todas las desgracias que me habrían de ocurrir. Lloré con una intensidad con la que no espero llorar jamás en mi vida; el sólo recuerdo de ese momento me pone a temblar.

Estuve en ese estado aproximadamente seis meses. En el momento más crítico la depresión me redujo a un guiñapo catatónico que debía ser aseado y alimentado. Afortunadamente, después de esa experiencia de terror que vivió mi madre, se dispuso a darme todo su apoyo, lo mismo que mis hermanos y mis amigos. Tuve que ir a terapia, paré en el hospital por temor a que me quitara la vida, acudí a los fármacos, apelé a la mentira, porque la depresión es una gran mentira y sólo con otra gran mentira se puede salir de ella.

Después de un año sólo quedaron las cicatrices. Algunas reacciones de aversión a las cosas que tanto me dañaron; el miedo a que todo se vuelva a repetir siempre está latente.

Con el tiempo he pretendido olvidar. A veces me miro al espejo y se asoma ese “yo” que fui el año del eclipse. Cierro los ojos y pretendo no verme, abro los ojos y tranquilo me doy cuenta de que ese sujeto ya se ha ido.

Al final llegué a la conclusión de que la diferencia entre una persona con depresión y otra melancólica puede explicarse de la siguiente manera: El melancólico sale a la calle en un día nublado y dice: “Que mala suerte, va a llover”. El depresivo sale a la calle ve el día nublado y dice: “Dios mío, se va a acabar el mundo”.

De todo lo que viví en los últimos meses de 1991 hasta podría escribir una novela. Pero no pretendo hacerlo, no estoy preparado. Escribir es vivir un poco lo que se narra y yo tengo miedo, lo confieso, de volver a vivir, aunque sea un poco, en esa antesala del infierno.

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