Dos secretos del caso de la cantante asesinada en el Suntory

Jesús ‘N’
Caso Yrma Lydia FOTO: WEB
- en Opinión

Eloy Garza / Articulista invitado. La muchacha recibió dos tiros en el tórax. El tercero fue de gracia, en la cabeza. El viejo arrojó la Beretta bajo una mesa y caminó a la salida del restaurante Suntory, en la Colonia Del Valle, escoltado por un guarura. Afuera, junto con el valet parking, lo esperaba su chofer en un BMW, con el motor encendido.

Antes de salir del Suntory, en el lobby, lo sometió un policía bancario, disfrazado de civil. Mala suerte para el viejo. No opuso resistencia, ni siquiera cuando llegaron algunos agentes de seguridad privada y luego la fuerza pública. Sabía que era dueño de la situación. Lo fue por muchas décadas.

Intentó sobornar a billetazos a sus captores “Les daré miles de pesos, ya lo verán. Déjenme ir. Estoy bien relacionado, con palancas, con influencias. Se arrepentirán si me detienen”. Y apretaba el nudo de su corbata y los tirantes morados; se fajaba la camisa negra de seda en el pantalón de lino.

¿Quién era la difunta, Yrma Lydya, sino una muchachita? La había visto caer de bruces, frente a él, convulsionándose en el suelo. ¿Quién era esa joven frente a este hombre poderoso, seguro de sí mismo, amigos de jueces y políticos, de magistrados y gobernantes, abogado del obispo Onésimo Cepeda ya difunto?

“Qué elegante tu marido, que hombre tan guapo, tan varonil, tan educado”, se descosía en elogios Carmen Salinas en uno de sus últimos videos que subió a YouTube.

Y cada vez que se refería a su esposo, Yrma Lydya, buena cantante, alta, bella, espigada, asentía nerviosa y (fíjese el lector en este dato curioso) se tocaba el anillo de matrimonio, en un intento inconsciente de quitárselo. Piropeaba Carmen al viejo y la muchacha duro que dale con el anillo.

En su mansión, el viejo octogenario y la esposa de 21 años recibían a sus invitados. Lujo y amor infinito. “Voy a relanzar la carrera de esta niña”, presumía el magnate a sus amigos políticos, a la corte de promotores y managers; a arreglistas musicales y dueños de radiodifusoras.

Y ella demostraba su valía cantando boleros, canciones célebres de hace 50 años, de Armando Manzanero, hasta de Agustín Lara. Una muchachita complaciendo a un anciano; una joven rehén apapachando a su vigilante, que le ponía escoltas de planta, 24 horas y asistentes-celadores. “Yo no se cuánto me quieres, si me extrañas o me engañas…”

Miente quien crea que en México ya no hay influyentismo. Este viejo gentleman es un gánster de lo peor, traficante de influencias, chantajista profesional de las más altas esferas. Una pieza más del capitalismo de cuates, que genera la economía del soborno, trascendiendo sexenios y traspasando ideologías.

Lo dijo Freud en “El malestar de la cultura” (1930): “La cultura dominando la peligrosa inclinación agresiva del individuo, debilitando a otros, desarmándolos y haciéndolos vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en una ciudad conquistada”.

Antes de matar a tiros a la muchachita en un restaurante de lujo, el viejo ya la había aniquilado debilitándola poco a poco, día a día, conduciendo paternalmente su “carrera como artista”, patrocinando sus deseos de ser cantante a costa de sojuzgarla emocionalmente, sometiendo su conciencia como “una guarnición militar en una ciudad conquistada”. Una bella ciudad reducida a ceniza y humo.

El influyentismo es una variante del machismo; el feminicidio bien comenzó en este caso de dominación sexista mucho tiempo antes de que se dispararan esas tres balas para alojarse en el corazón y en el cerebro de esa pobre mujer asesinada a la vista de muchos comensales que comían sushi con sake.

¿La presencia del macho criminal acabará algún día por extinguirse? Le demostraré al lector que no.

Siga esta recomendación mía. Entre a Google Maps. Métase con el visor de su celular al restaurante Suntory. Explore virtualmente el jardín japonés del restaurante (uno de los más hermosos de la CDMX). Apunte con su visor a la mesa del bar.

Ahí verá a un comensal: un viejo con camisa rosada, tirantes negros y corbata roja, con las manos en el cráneo. Aplique zoom al rostro del viejo. ¿Ya descubrió de quién se trata? El macho criminal es imborrable.

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