Viento de Navidad

Dario González Ríos, ganador del Concurso de Cuento Navideño de la Quinta de las Rosas FOTO: WEB
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Publicamos el cuento ganador del Concurso de Cuento Navideño de la Quinta de las Rosas. Un relato conmovedor que nos revela que la familia unida es parte del espíritu de la Navidad. El autor es Darío González Ríos y el cuento se titula: “Viento de Navidad”

Dario González Ríos / El día no prometía nada. Girones de nubes grises dejaban entrever un cielo azul,  que con esfuerzos batallaba para asomarse y contemplar una ciudad colorida y en movimiento.

Un viento suave y frío agitaba las hojas en las copas de los árboles, que por esa época ya terminaban de mudar su vestimenta esmeralda por un ropaje marrón, lo que les daba un aspecto melancólico.

En una pequeña terraza ubicada en la parte posterior de su vivienda; Alberto, sentado en una mecedora desvencijada, observaba con tristeza esa escena. A su lado, un sillón vacío lo acompañaba como un testigo silencioso. El viento que soplaba, arrastraba entre sus remolinos, recuerdos viejos que llenaban cada uno de los rincones de su nostalgia.

Era veinticuatro de diciembre y Alberto cumplía sesenta y ocho años de edad y uno desde que se había quedado solo.

Como una broma macabra, el destino le tenía reservada esa fecha a Estela; su esposa, para apartarla del mar de angustia y dolor en el que se convirtió su vida, después de que el médico le diagnosticó el cáncer que le atormentó por cerca de cinco años.

Tratando de mitigar el dolor que lo invadía, Alberto acompasaba sus recuerdos, con el vaivén de su mecedora. Repasaba en su memoria, aquellos días del duro calvario por el que había pasado Estela. Por cada recuerdo, emitía un profundo suspiro, que recorría cada rincón de su morada.

Recordaba también con honda pena, el día en que su hija Carolina y su nieto Jesús, habían partido hacia la ciudad de Monterrey, tan sólo unas semanas después de haber perdido a su mujer. Carolina fue llamada para ocupar una plaza en un afamado instituto tecnológico y se lamentaba con mucha pena, cómo le había arrebatado la posibilidad de convivir con Jesús, por lo menos durante algunos años.

Alberto había albergado la esperanza de compartir con su nieto, los últimos días de su vejez, tal y como no lo pudo hacer con su hija. El trabajo y la preocupación de sostener un hogar, lo alejaron de sus obligaciones primordiales de proporcionarle compañía y atención, por casi toda la infancia y adolescencia de Carolina.

En su momento, Alberto se negó a acompañarlos porque no quería romper el vínculo que lo ataba al recuerdo de Estela. Pensaba que huir del lugar donde compartió lo mejor de su vida, era traicionar su memoria y de ahí nadie lo pudo sacar. Era un hombre muy determinante, “necio” le decía Estela, en el mejor de los casos.

Hacía ya casi un año que no los veía y ahora que estaban tan lejos, su ausencia le provocaba un sentimiento que le nacía desde el fondo de su corazón, trepaba por dentro y se le enredaba en la garganta con sollozos contenidos por ese alejamiento tan sentido.

Desde que su esposa había partido y su hija se había mudado a Monterrey, la  carga sentimental que arrastraba y el rencor a las circunstancias que el azar le había puesto en el horizonte de su vida; Alberto tomó la decisión de aislarse del mundo que le rodeaba. Poco a poco se fue quedando sin compañía. Acaso los amigos más entrañables se resistieron un poco, pero la tozudez de Alberto los obligó a retirarse uno a uno, hasta abandonarlo por completo a su suerte. Los parientes que le quedaban, desde hacía varios años no lo frecuentaban y tan solo mantenía comunicación vía telefónica ocasionalmente. Alberto se encontraba desolado. Estaba aprendiendo que después de perder un gran amor no había nada más. Su vida había quedado vacía.

Ahora que se cumplía un año desde aquella separación dolorosa, la soledad le pesaba como un fardo cargado de dolor e impotencia.

Ese día había recibido algunos mensajes de felicitación en un viejo celular descontinuado que todavía servía. Su hija Carolina y su nieto Jesús, desde el día anterior le habían enviado mensajes, además de que algunos días atrás trataron de hablar con él, pero fue imposible. Él no quería tener comunicación con nadie en esas fechas y no contestaba llamada alguna.

La vida que Alberto llevaba seguía una rutina monótona. Se levantaba muy temprano y se bañaba con agua fría. Preparaba café y el aroma que inundaba la casa, le traía recuerdos agradables. Desde que Alberto y Estela se habían jubilado, compartían la mayoría de sus actividades cotidianas, una exquisita taza de oloroso café, servía de pretexto para que sentados alrededor de la mesa del comedor planearan los detalles de cada día. Para el desayuno, se preparaba un poco de cereal y fruta de temporada. Después, iba al supermercado más cercano o a la “tiendita” de la colonia a surtir despensa o lo necesario para la comida.

Pocas veces asistía a restaurantes o fondas, no quería encontrarse con personas conocidas y tener que dar explicaciones que le traerían recuerdos dolorosos. Comía en casa y después salía a la terraza, se acomodaba en su mecedora y leía un poco. Recordaba con cariño, como Estela sentada en su sillón, leía su libro de poesía favorito, mientras él se ponía al tanto de las noticias en el periódico local.

Llegada la tarde, Alberto regresaba a la sala de su casa para refugiarse en su soledad, acompañado tan solo por un vaso de ron y los compases de un son cubano. Con la mirada extraviada, acostumbraba escuchar “La Tarde”, del compositor cubano Sindo Garay, hasta que las lágrimas  se le agolpaban en el borde de sus párpados y era el momento de ir a la cama a descansar. Por fortuna no le costaba trabajo conciliar el sueño y se dormía rápido, siempre con el recuerdo de Estela a su lado. Ése era  su diario trajinar.

La tarde de ese veinticuatro de diciembre, mientras leía el libro de poesía que su compañera acostumbraba, el viento suave que soplaba desde temprano  y el vaivén de la mecedora, provocaron una somnolencia que lo fueron sumergiendo en un sueño profundo. Soñaba o al menos eso creía, que una voz lejana pronunciaba su nombre, le sonaba familiar, un poco distorsionada por la lejanía, él trataba de escuchar mejor sin lograrlo; al parecer le decía que se acercara. En la penumbra de su imaginación, Alberto trataba de acercarse pero cada vez que lo hacía, la voz se alejaba un poco más. Desesperado, trataba de despertar y una angustia le recorrió todo el cuerpo y un pensamiento se apoderó de él ¿Acaso es Estela que ya viene por mí?…

De repente, el viento arreció un poco más y una bocanada de aire fresco penetró por sus fosas nasales, renovando el aire viciado de sus pulmones, el oxígeno nuevo le llegó a su cerebro y permitió que despertara de esa pesadilla angustiante.

Recuperada la conciencia, escuchó fuertes golpes en la puerta de su casa, al parecer trataban de derribarla. Sin acabar de salir de su asombro, apresurado se levantó de la mecedora, aspiró profundamente, se arregló un poco los cabellos blancos que aún conservaba y se dirigió hacia la entrada de su morada. La abrió con un poco de temor y angustia, los golpes no cesaban y al asomar la cara por el dintel, quedó estupefacto por lo que vio.

Carolina y Jesús al pie de la puerta, cargados de maletas, esperaban con ansiedad a que abriera. Carolina sosteniendo en sus brazos, una charola de aluminio que contenía una pierna al horno -que tanto le gustaba a Alberto y que despedía un aroma delicioso.- Atrás de Jesús, los amigos más cercanos, cargados de viandas, pan, botellas de vino y licor, que convocados por su hija desde Monterrey se habían puesto de acuerdo para darle una sorpresa a ese viejo testarudo y necio. Carolina había tratado de avisarle a su padre, pero éste no contestó ninguna de sus llamadas.

Alberto asombrado, no pudo objetar nada y tan solo atinó a invitarlos a pasar a una casa llena de recuerdos y soledad.

Esa fecha sería recordada por él, como el momento del reencuentro con la vida y sus seres queridos.

Carolina había sido transferida a esa ciudad para hacerse cargo del Departamento de Estadística del campus del Instituto en donde trabajaba. Jesús asistiría a la preparatoria donde había acudido su madre y trataría de hacerle menos pesada la vida a su abuelo.

En algún momento de esa celebración, donde las lágrimas y las disculpas se mezclaban con cada brindis; Alberto, sin que nadie se percatara, sigilosamente salió a la terraza, volteó a mirar el sillón vacío de Estela y en silencio agradeció al viento de esa navidad, la oportunidad de haber estado cerca de ella y haberle traído de vuelta lo único que lo alentaba a seguir en esa su vida que ya no tenía futuro

FIN

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