En la tibieza de tu cuerpo (Un cuento)

Tibieza
En la tibieza de tu cuerpo FOTO: WEB
- en Carrusel, Opinión

Armando Ortiz / Esa tarde llegué con muchas dificultades al departamento. Una llovizna que bajó la temperatura a 5 grados centígrados, me sorprendió desabrigado en plena calle. Tú llegaste de la escuela y te pusiste a mirar el televisor desde la cama. Apenas hube entrado te dije “tengo frío”, e instintivamente te acomodaste haciéndome un espacio en el lecho. Me quité la ropa y me introduje bajo las sábanas. La temperatura de tu piel me sorprendió. “Cuánta tibieza”, te dije.

En aquel momento acomodaste tu cuerpo desnudo en el mío, juntaste tus pies con los míos, pusiste tu espalda en mi pecho, tu cuello quedó a la altura de mi respiración, tomaste mis manos y las llevaste a tu estómago, apagaste el televisor e intentaste dormir. Entonces comprendí que habíamos superado la barrera de la indiferencia; no necesitaste decir nada para que yo entendiera que, sin pretenderlo, me empezabas a amar.

En diciembre se cumplieron diez meses de estar juntos. Cuando nos conocimos las diferencias hicieron que nuestros encuentros fueran no planeados y por lo tanto ocasionales. No sabía si después de mi última experiencia amorosa me convenía iniciar una relación con alguien tan joven como tú. Fue por eso que hasta dos meses después te di el número de mi celular, a los cuatro meses llave del departamento. Rara vez salíamos al cine y siempre procurábamos los lugares solitarios. Claro, en el departamento las cosas eran diferentes. Nuestro espacio de júbilo se llenaba de pasión y siempre buscamos en las caricias satisfacer al otro. En mí no era necesario tanto afán, porque tu piel sensible se estremecía como herida abierta. Al principio pensé que lo que lo provocaba era mi pericia en el tacto, pero después supe que en ti se elevaba el umbral del placer.

Una noche tomamos demasiado vodka y nos confesamos nuestros dolores. Tu familia a la distancia te obligaba a la nostalgia, el recuerdo de tu padre y la enfermedad de tu madre te inquietaban. Por mi parte, las heridas de mi última relación, que se negaban a sanar, me obligaban a hablar de mi negación a enamorarme. Debo confesar que hice, en su momento, considerables esfuerzos por mantenerme indiferente, pero era difícil no apreciar tu mirada, la forma de tu boca, lo mismo que tu piel y la ternura de tus caricias. Al cabo de un tiempo, tú también practicaste la indiferencia. Por eso, después de varios meses de relación lo único que nos mantenía unidos era la costumbre, la necesidad de compartirnos para mantener la soledad al margen de nuestras vidas.

Pero las estrategias no funcionan cuando no acuerdan con las verdaderas intenciones. Poco a poco te fuiste metiendo en mi vida y sin darme cuenta ya esperaba el verano para, junto a ti, ver llover a través de la ventana; ya esperaba el otoño para dormir tibió en tu compañía, mientras afuera escuchábamos a la tarde discutiendo acaloradamente con el frío.

Hoy me despierto junto a ti y me cuesta trabajo arrancarme de tus brazos. Por las noches sucede que me adhiero a tu piel en el inicio de tus besos. Agradezco la belleza de tus formas cuando la luz de la luna que se introduce por la ventana las toca, cuando acaricia tu rostro con sus manos de polvo y éste se inflama de ternura.

No te podría dejar, no ahora que hablamos el mismo idioma; no ahora que nuestras diferencias nos determinan, nos identifican, nos unen. No ahora que se han roto muchos tabúes y la gente ya nos mira sin recelo.

No ahora que he comprendido que el cariño que tú me das en tu circunstancia, tiene más mérito que todo el amor que yo te pueda brindar. No ahora que conozco la dicha y no pretendo devolverla, aunque la haya pedido prestada tan sólo para unos cuantos días.

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