Édgar Landa Hernández / La armonía se quiebra en instantes, se resquebraja y junto con ello llega la confusión.
El sonido de una ráfaga de fuego causa pánico, crea incertidumbre ¡se vuelve un caos! Una conmoción citadina. Nadie sabe o nadie quiere reconocer al ejecutor, aquel que en su infortunio ha creado una bestia de sí mismo, una que no entiende razones y que al cobijo de un arma de fuego se da el valor para hacer el trabajo sucio, el de otros, a los que les corresponde dar la cara, pero sin embargo ¡son cobardes!
Apenas despunta el día y las noticias vislumbran un panorama inequívoco de hostilidad y consecuencias diabólicas, lo que no es de Dios. Las maquinaciones protervas son extremas, infames, escapan a la cordura y se recrean entre lenguas de fuego, entre sombras malignas y ruines.
En pleno mes del amor y de la amistad la ciudad se tiñe de rojo. ¿Cómo contar las historias sin percibir un sentimiento de tristeza? Inusitados sucesos que manchan el rostro de nuestra ciudad que poco a poco ha ido transformándose y convirtiéndose en rehén de unos cuantos.
Infortunios que se quedan en los anales de una historia que se ve lejana que cambie, al menos por ahora; está situada, ha sido allanada por la delincuencia.
Ya no somos vulnerables a las flechas de cupido, el amor poco a poco ha ido desapareciendo, al menos no en el que esto escribe.
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