Javier Duarte, entre sus excentricidades, coleccionaba obras de arte, un arte que en su cretinismo quizá no comprendía, pero que lo hacía sentir culto. Duarte era como el burro cargado de libros, como el asno que traslada un piano de una casa a otra. Él pensaba que tener arte lo hacía una persona valiosa.
Pero, ¿conocería el valor clásico y contemporáneo de la obra de Javier Marín? ¿Apreciaría el trazo preciso de las pinturas de Pilar Fernández? Esa obra en blanco y negro, a lápiz, que siempre tiene luz, que siempre guarda un poco de calor suficiente para entibiarnos la mirada. ¿Reconocería Duarte el motivo de lo abundante en Botero, o sólo se reiría de las gordas del pintor, porque se veía reflejado en esa obra? ¿Entendería el surrealismo oscuro de Leonora Carrington, su drama, su misterio, su osadía?
Qué bueno que el gobierno de Veracruz recuperó esas obras, qué bueno que sean expuestas para el deleite de los veracruzanos y no sólo para la mirada snob de una clase política que sólo conocía los excesos pantagruélicos, pero no las abundancias el arte. Duarte y sus secuaces ignoran que el arte va de la mano con las virtudes, y una persona llena de vicios sólo ve en el arte un objeto que se puede mercar.
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