Todos estamos muertos…

Muertos
Presentación del libro Todos estamos muertos, en la mesa Silvia Tomasa Rivera, Armando, Maryjose Gamboa y German Ceballos FOTO: CLAUDIA GUERRERO
- en Opinión

Maryjose Gamboa /Ante tanta corrupción, ante tanta codicia, ante tanto cinismo, ante tanta impunidad, ante tanta inseguridad… Todos estamos muertos”, concluye el autor después de un recorrido entre dos mundos que sólo su pluma puede hacer que converjan sin agredirse,  sin necesidad de enfrentarse, asumiendo que por más distintos que parezcan,  cada uno le da razón al otro; el mundo de los que estamos vivos y  el mundo de los que estamos muertos.

Todos conocemos y reconocemos en Armando Ortíz, a uno de esos extraños periodistas que un día decidió casarse con la verdad, y que se tomó en serio el juramento; en las buenas y en las malas, en lo justo y en lo injusto, en el dolor que rompe y en la dicha que reconstruye, convencido  que la muerte nunca habrá de separarles porque desde que sellaron el pacto la asumieron como parte de sus días… Y es justamente de ese pacto de donde surge este libro. Nadie que no lo hubiese firmado podría narrar con tal naturalidad la única certeza que tenemos, que todos de alguna manera hemos muerto, incluso algunos, los más afortunados,  varias veces.

Cuando Armando me puso entre las manos su obra, la tuve que leer muchas veces, y no para entender el título “Todos estamos muertos”,  no para asimilar  las doce historias que te llevan al límite  y te regresan a tu centro sin ningún trámite… Sino para tratar de descubrir como puede un periodista, un escritor,  recoger entre un mundo de muertos las anécdotas necesarias para recordarnos que también a ese sitio pertenecemos, porque somos parte de una generación que asumió la ausencia de tantas y tantos con la más escalofriante resignación.

El autor consigue que recorras cada página del libro con  la sutiliza con la que camina un muerto entre quienes no se han dado cuenta que también lo están,  pero también con la curiosidad de quien observa desde lejos, tratando de comprender en que momento la vida como la conocías terminó para siempre.  Por ejemplo con “El jardín del señor Chéjov”, nos obliga a un golpe de nostalgia, a la legítima añoranza de un momento en el que deseamos que la vida se hubiese detenido en ese instante, pero con “Rosaura en la brevedad” nos regresa al presente para  aferramos a respirar un aire que aunque ya no es el mismo, restituye  esa parte de vida que nos fue arrebatada con cada uno de nuestros muertos.

Y ya en ese camino, nos lleva a la “Reunión”, a la certeza que la vida es  como la recordamos  y no necesariamente como ocurrió, a un reencuentro con seres entrañables que para bien o para mal dejamos en el camino, y que solo al volverlos a ver, reconocemos en nosotros mismos las ilusiones perdidas y los sueños logrados… Pero un segundo después nos invita a recuento real de unas y otros.

Algo similar ocurre en “Mientras los niños duermen” y “En un umbral”,  en la primera historia una mujer con pistola en  mano sale  dispuesta a cobrar una afrenta, pero en el camino descubre otras vidas tan distintas y tan idénticas, que un escalofrío le devuelve la certeza que aunque no incólume sigue viva, mientras que en la segunda historia nos ofrece la otra alternativa,  tal vez por la que muchos hubieran optado,  pero nos exige  mirarla  primero de frente y sin espantos.

En “Todos estamos muertos” capitulo que da nombre al libro, nos lleva por otro sendero, el de la aceptación plena que el destino no es más que una consecuencia de las decisiones que tomamos en el camino, pero cuando estamos convencidos de ello, ahí va de nuevo el aventurado autor, un personaje tan entrañable como el resto, a cuestionar lo que acabamos de aceptar ¿Son en realidad nuestras decisiones las que marcaron el destino, o  es el destino el que va marcando nuestras decisiones… el que no ofrece alternativas?

El resto de los capítulos es un constante debate sobre los mismos cuestionamientos, aunque claro periodista al fin, Armando Ortíz  nos involucra en el mundo de los que viven en el límite de sus instintos, de los rechazados, de los juzgados, de aquellos a los que las autoridades mil veces más corruptas y perversas que ellos, nos enseñaron a mirar como  delincuentes, sin ofrecerles un gramo de piedad, un pedacito de entendimiento.

“Cuentas saldadas” es una historia que NECESITAMOS leer mil veces para comprender la vida de todos aquellos que el estado parió  MUERTOS…  De todos aquellos que no son lo que quieren, mucho menos lo que deben, sino simplemente en lo que les han obligado a convertirse. Este capítulo en particular surge de las horas, de los días, de los años,  que Armando Ortíz ha pasado en los reclusorios del estado dando talleres de lectura, conociendo y tratando de reconocer en cada uno de ellos, esa parte  humana que nadie les dio la oportunidad de desarrollar y que cada día tiene que convivir con la otra, con la  bestia capaz de matar sin piedad,   con esa que por décadas gobiernos  corruptos y miserables alimentan en cada uno de ellos y ellas, para definir en donde está el mal.

Dos de ellos Elisa y Hugo, son los personajes de mil rostros, esos que fueron  víctimas primero  de la miseria,  después de la ignorancia,  de la extorsión oficial, y por último de grupos delincuenciales que los reclutan, a ella como prostituta y a él como sicario. Entre ellos está Julián, parte de un triángulo amoroso que no parece pertenecer a los mismos seres que un minuto antes eran capaz de cualquier cosa. Armando Ortíz en esta historia nos recrimina la  indiferencia de  ante el dolor ajeno, ese que de tanto verlo y vivirlo asumimos como parte del paisaje, el de los atrapados y condenados, el de la frustración, la impotencia y las carencias

La dualidad en la que viven, nos hace temerles, sabemos que en otro contexto nos morderían hasta arrancarnos un pedazo… Pero basta un gesto de bondad, para someter al animal que llevan dentro”… concluye  Armando Ortíz en este fascinante, y escalofriante, insustituible  libro que nos regala.

Tal vez la muerte de su hermano tratando de salvar la vida de alguien más, orillo  a Armando Ortíz a escuchar el susurro a veces imperceptible, de la muerte que acecha.  Tal vez fue el hecho de sentir como todos los periodistas críticos en Veracruz, ese miedo que te nace en las entrañas y te paraliza el alma. O  tal vez, fue el don que tiene  para asumir el dolor y la injusticia ajena como propia, lo que lo obligo, después de varios años de no publicar un libro, a escribir este… No importa el motivo, nos deja una obra que le da voz y vida a todos aquellos que tantas veces y por tantas motivos  hemos muerto.

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