Cuando un joven deja de la escuela

Cuando un joven deja de la escuela FOTO: WEB
- en Opinión

Jorge Flores Martínez / 

Es doloroso cuando un joven deja la escuela. Es una tragedia cuando se trata de cientos de miles.

Cuando yo era joven, casado y con una hija, le dije a mi papá que me iba a salir de la universidad, me ofrecían un trabajo y yo tenía que tener un ingreso seguro. Recuerdo que mi papá se me quedó viendo y me dijo que era la mayor pendejada que le había dicho. Aguanta, no te rindas tan pronto, me dijo, la vida apenas empieza para ti, si dejas la escuela será el primer fracaso de muchos.

Yo ya estaba cansado de no tener dinero ni para comprar los materiales de las maquetas de la escuela y andar en friega todo el día, pero le hice caso a mi papá y seguí en la escuela. Con un gran compañero y amigo iniciamos la bella tradición de “reciclar” materiales de las maquetas de mis otros compañeros apenas las calificaban los maestros, íbamos al desguace absoluto y total de los maquetas. Algo carroñero, que hoy podría pasar por reciclaje ecológico y consciencia ambientalista.

Hace unos años celebramos 25 años de habernos graduado de la facultad de arquitectura, me presenté a los festejos y cuando vi a mi amigo y compañero “carroñero” me preguntó ¿Te acuerdas? Claro que me acuerdo, le conteste, no lo quiero olvidar.

Al llegar a casa recordé cuando me titulé. El día del examen llegó el director de la tesis y me dijo: “Jorge ¿y tus papás, tu abuela, tu familia?, ¿no te das cuenta que es un día realmente importante?” Yo solo pude asentir que no vendrían, que era mi obligación como hijo, esposo y padre titularme, no era más que eso. Además, aunque no se lo dije, mi familia estaba pasando por una situación económica muy difícil y yo solo contaba con $100.00, en ese momento.

El examen se realizó y las preguntas fueron duras, sin consideración alguna; la única pregunta que quedó en el tintero, fue la de cajón: “¿dónde es la fiesta?”, pues se dieron cuenta que no habría tal festejo. Cosa que agradezco infinitamente a mis maestros.

Aún hoy, después de tantos años, me salen unas lágrimas al recordar cuando uno de los asesores procedió a llenar el acta de examen y escribió “aprobado por unanimidad”, el director de la facultad nos felicitó y comentó que nuestra tesis sería la última de restauración, pues ese año se abría la maestría.

Pasaron los meses y ya estábamos en condiciones de solicitar el título profesional, se tenía que pagar el arancel respectivo, lo comenté un domingo con mi abuela y pareció que no le dio importancia en ese momento; unos días después me habló para que pasara a su casa, me dio el dinero y me dijo que era un regalo de mi abuelo, fallecido poco antes. Pagué el arancel y, en unos meses ya estaba mi título, me lo dieron en un fólder azul marino y debo confesar que todavía está en el mismo fólder, junto a unos dibujos de mis hijas, de cuando eran pequeñas, y otros tesoros que guardo, más como recuerdo de esos días que como el testimonio de que soy arquitecto.

Ahora yo soy el que les dice a los jóvenes que no dejen la escuela, no lo hagan, no hay nada bueno afuera, prepárense mucho, estudien más, sean más sofisticados intelectualmente, no se permitan ser como todos, hablen, pregunten, la vida es maravillosa y se tiene que vivir intensamente, pero no se salgan de la escuela, no dejen de estudiar nunca.

Después de tantos años estoy convencido que como país podríamos abatir la deserción escolar al mínimo, solo es cuestión de que como mexicanos seamos conscientes que la educación no es la mejor apuesta al futuro, es la única. Todo lo demás es palabrería barata.

La soberanía y verdadera libertad de México no está en refinerías o trenes mayas, lo siento, está en nuestros niños y jóvenes bien educados para enfrentar un futuro incierto y cada día más competitivo.

Pero nuestros gobernantes el único futuro que les importa es el resultado de las siguientes elecciones.

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