La mañana del 21 de enero el presidente Trump acudió con su esposa Melania a un servicio religioso donde la obispa, desde el púlpito, se dirigió al presidente: «Permítame hacer una última súplica, señor presidente: millones han puesto su confianza en usted, y como le dijo ayer a la nación, ha sentido la mano providencial de un Dios amoroso. En nombre de nuestro Señor, le pido que tenga misericordia de las personas en nuestro país que tienen miedo. Hay niños gays, lesbianas y transexuales en familias demócratas, republicanas e independientes, algunos que temen por sus vidas. Hay personas que cosechan nuestros productos y limpian nuestras oficinas, que trabajan en granjas avícolas y lavan los platos en sus restaurantes y hacen los turnos de noche en los hospitales. Puede que no sean ciudadanos ni tengan la documentación adecuada, pero la inmensa mayoría de los inmigrantes no son delincuentes. Pagan impuestos y son buenos vecinos».
¿Se conmovió el presidente Trump? Para nada, sólo volteó la mirada e hizo un gesto de desagrado. Molesto salió de la Catedral Nacional de Washington, después dijo que «no fue un buen sermón». Quiere ser tan malo Trump que hasta se ve ridículo.