Armando Ortiz/ No tendría caso hacer una apología de la Navidad, ya otros se encargarán de eso. Tampoco pretendo hacer un cuestionamiento de ésta; que si ha perdido su sentido primitivo, que si es pura invención de los comerciantes, que si Jesús, de quien se celebra su nacimiento, no nació en diciembre, que si lo único que hicieron los padres católicos fue adoptar las Fiestas Saturnales de los romanos y ponerles otro título, que si los símbolos de la fiesta son paganos, que si tantas cosas más. Prefiero mejor describir las Navidades que me han tocado contemplar.
La Navidad, a nadie le cabe duda, es un evento que influye en el ánimo y espíritu de todo el mundo occidental; ahora también a los orientales. Las calles de las grandes ciudades se llenan de luces de colores, de campanas dobles, velas monumentales y sonrientes ancianos vestidos de rojo Coca Cola, que llevan regalos a las personas, especialmente a los niños que se portaron bien. Se cena, la noche del veinticuatro y la madrugada del veinticinco, pierna al horno, pavo relleno, o en muchos casos los famosos romeritos y el bacalao. La familia se reúne para desearse, al menos por esa noche y el día siguiente una felicidad mezquina: “Feliz Navidad”, no más. Como a eso de las tres de la mañana del día veinticinco, muchos son los hombres, excedidos de alcohol, que muestran el otro rostro de la Navidad. Ebrios que buscan taxi para poder llegar a la casa, que pusieron en ridículo a la esposa e hijos porque se pelearon con el hermano, con el padre; ebrios a los que tuvieron que sacar entre todos para que no siguieran arruinando la fiesta. Me consta, yo fui taxista ocho años y los veía salir, me hacían la señal de parar y los subía, me contaban su vida, sus broncas, sus rencores, pero nunca su felicidad. A la mañana siguiente la resaca, la vergüenza, las disculpas en el mejor de los casos, o el silencio en el peor.
Otras veces la Navidad es un recordatorio de nuestra soledad, un vistazo a la ruindad de los demás, una ojeada a los sueños no cumplidos. Se desea. pero no se tiene para comprar, se ansía, pero no se tiene para aspirar. No es cierto eso que dice Serrat, que en las fiestas “el prohombre y el humano bailan y se dan la mano sin importarles la raza”. Acaba uno descubriendo que para muchos hay varias clases de Navidad. Aparte, cómo imaginarse que la noche es de paz cuando el mundo vive el conflicto de las desigualdades, de las guerras, de su propia inmoralidad. Ya mismo ayer y hoy han aparecido muertos y descabezados, ejecutados por el crimen de esta desigualdad social.
A mí, debo confesarlo, me gusta ver los escaparates de las tiendas llenos de ofertas falsas, me gusta ver a la gente sonriendo, compitiendo con sus vecinos en la iluminación de sus casas, no escatimando gastos, comprándose ese abrigo que tanto les gustó, esos zapatos que están por encima de su presupuesto, ese vestido, esa camisa, ese reloj. Me gusta todo eso, pero no me engaño; no creo que deseándonos prosperidad y paz en una sola noche se nos vayan a solucionar los problemas. Ojalá y en verdad la Navidad solucionara los problemas del mundo. Ojalá y entonces todas las noches fueran Navidad y los hombres se desearan paz todos los días. Pero el ser humano tiene la mala costumbre de hacer que los buenos deseos duren lo mínimo para evitar que estos se cumplan.
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