Emilio Cárdenas Escobosa /
“Servirse de un cargo público para enriquecimiento personal
resulta no ya inmoral, sino criminal y abominable”
Marco Tulio Cicerón
Desde el origen de las formas de gobierno en la antigüedad y en la propia modernidad la corrupción se consideró una transgresión al fin primigenio de la autoridad: procurar el bien común y garantizar que las relaciones sociales y la vinculación entre gobernantes y gobernados transiten en el marco de la ley.
Bajo esa lógica ha quedado claro a lo largo de los siglos que cuando una persona que desempeña una actividad relacionada con el manejo o asignación de recursos públicos usa su posición o autoridad para obtener beneficios privados, acumular poder y usarlo con visión patrimonialista desnaturaliza el sentido del servicio público.
De ahí que tratar de entender el fenómeno de la corrupción implica adentrarse en la reflexión sobre este pernicioso fenómeno desde un abanico de temas que van de los sistemas políticos y la estructura institucional, al ejercicio del poder y al grado de consolidación democrática de un país, hasta cuestiones del diseño constitucional y a la legalidad y legitimidad de un gobierno.
Es, como puede verse, un tema con varias puertas de entrada, a cuál más complejas, pero que invitan a traspasarlas si el objetivo es tener las claves que ayudarán a entender su naturaleza, su impacto en el cuerpo social y en el desarrollo democrático de un país.
Pero no debemos perder de vista otra dimensión del problema que tiene que ver con el accionar del propio individuo como integrante de una colectividad, que puede actuar con base en valores éticos o no. Ahí es donde entran en juego las escalas de valores o antivalores que moldean los comportamientos de las personas en todas las épocas, y que en sociedades como la actual, en la que el éxito, la satisfacción personal y la autoafirmación como individuo se fundan en la posesión de bienes materiales, se crea el perfecto hábitat para que se naturalice la apropiación de todo bien, público o privado, para satisfacer esa imperiosa necesidad de auto aceptación en el mundo aspiracionista en que vivimos, donde el dilema de ser corrupto o no pasa a segundo plano, o ni siquiera se repara ya en ello. La ética individual se obvia en aras de sobresalir o satisfacer una escala de antivalores que condiciona las relaciones sociales.
Por ello, en aquellas culturas en las cuales la corrupción es vista como algo normal o inevitable es en el contexto en el que su combate resulta siempre más difícil. Si las percepciones sociales son funcionales a la corrupción, sentar las bases para impulsar una cultura de la legalidad se convierte en un tema de lo más complejo. Y ese, lamentablemente, es el caso de México.
En los años recientes se han realizado diversos acercamientos al fenómeno desde diversas perspectivas en las ciencias sociales: desde la óptica de la ciencia política, la sociología y el análisis económico. En la visión política clásica se pone invariablemente el acento en el análisis del poder y de los sistemas políticos, en el análisis sociológico se pasa revista a los factores culturales, religiosos y morales que conlleva y en el abordaje económico se le revisa en cuanto a su impacto en la eficiencia de los sistemas y en el crecimiento y desarrollo económicos.
No obstante, dada la complejidad del problema la mejor forma de acercarse a él es a través de una reflexión de la lógica intrínseca del fenómeno, del marco conceptual que conlleva, hasta la consideración sobre sus consecuencias más prácticas y su expresión en casos concretos y cercanos a nosotros, como son los periodos gubernamentales de los presidentes Vicente Fox Quezada y Felipe Calderón Hinojosa, o las administraciones de los gobernadores Fidel Herrera Beltrán y Javier Duarte de Ochoa en Veracruz, periodos en los que la corrupción en la entidad alcanzó cotas que no habían sido vistas, especialmente en el periodo 2010-2016, cuando el saqueo y la corrupción fueron escandalosos y llevarían a la postre a Duarte de Ochoa a prisión.
Y el tema no acaba ahí evidentemente, pues los casos documentados en el presente de presuntos actos de corrupción y desvío de recursos, de uso de prestanombres y empresas fantasmas, de nulo control del uso de los recursos públicos, entre un largo etcétera, nos recuerdan que el combate eficaz del fenómeno de la corrupción, amén de estar vinculado a las condiciones estructurales en los aparatos gubernamentales que la hacen posible, precisa detenerse también para explicarla y diseñar instrumentos realmente eficaces para combatirla y sancionarla, en tener claro que son los intereses político partidistas los que la explican, más allá de discursos y proclamas, y que se inscriben en la eterna lucha por acceder, preservar y utilizar el poder en beneficio de proyectos personales, de partido y de grupo. En esa visión, donde el interés general pasa a segundo plano, no hay grupos políticos distintos ni nada nuevo bajo el sol. Esa es nuestra realidad y el punto de partida de nuestro eterno retorno.
Es opinión común que el poder corrompe, que quien lo ejerce termina por abdicar de principios éticos y ver solo para su causa. Cambiar los referentes de nuestro actuar como ciudadanos o como servidores públicos, llenarlos de contenidos éticos, es justamente la base para transformar en verdad y de fondo el estado de cosas. Porque, verdad de Perogrullo, la corrupción puede evitarse si y solo si la dejamos de hacer rentable y para ello no hay más remedio que prevenirla, denunciarla y castigarla.
De ahí que sea fundamental construir una ciudadanía que abrace los valores éticos y que, de manera informada, participativa, activa y vigilante denuncie y no tolere más este pernicioso fenómeno.
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