Dice Octavio Paz que «la fiesta de Guadalupe, el 12 de diciembre, es todavía la fiesta por excelencia, la fecha central del calendario emocional del pueblo mexicano». A esta fiesta acuden todos los desamparados, los huérfanos del destino que fueron abandonados en la desgracia. Pero como huérfanos que son también acuden a la basílica aquellos que no tienen madre, trúhanes y desalmados; ladrones y corruptos que piensan que con un día de penitencia pueden hacer el resto del año lo que les plazca.
Cierto que para muchos la virgen sigue siendo la madre de Dios, la mensajera que puede llevar los ruegos de los fieles hasta el trono del señor. En un país como el nuestro, donde nuestras propias autoridades ya no nos escuchan, la virgen intercede por todos, files e infieles, indios y mestizos, honrados y pobres; porque la virgen no hace ninguna discriminación y lo mismo socorre al que ha sido saqueado como al saqueador.
Basta con que un sólo día el sujeto haya ido al templo a cantarle las mañanitas o haya llegado de rodillas hasta su altar, con las llagas sangrando, demostración evidente del amor y la devoción hacia la morenita del Tepeyac. Por ello es la favorita de los mexicanos.
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