Sergio González Levet / Sigo con el tema de ayer y digo que el Canelo Álvarez es más que un boxeador de regular para arriba, y eso no importa nada para el propósito de quienes lo subvencionan. En realidad, es un producto publicitario muy eficaz.
Lo importante del nativo de Guadalajara (su origen en la cuna del nacionalismo patrio, un rasgo más, crucial, para moldear su “mexicanidad”) es su imagen de buen muchacho, su imponente musculatura, su dicción persistentemente autóctona, su mirada confiable.
En su más reciente pelea, con un boxeador de 40 años ya en plan de bulto, apenas pudo cosechar puntos en los primeros asaltos y tuvo que justificarse con una supuesta fractura en la mano izquierda, que le va a dar el pretexto para tomarse un buen descanso de tantas mentiras y falsedades que tiene que ir soltando.
Y es que sus peleas son más bien aburridas, sin emoción. Dejan al respetable siempre con la idea de que pudo haber dado un poco más, que podría haber noqueado si hubiera sido un poco más agresivo, más consistente… si fuera el boxeador que su publicidad “vende” al público nacional. El pobre Saúl como púgil no da para más, bastante hace con evitar que lo noqueen o que lo pongan en ridículo ante su incapacidad boxística.
Pero eso es lo de menos, porque lo que importa es cómo se maneja ante las cámaras, cómo opina con total convicción de campeón indiscutible sin serlo, cómo conquista a las masas, que han llegado a creer que es “un poco mejor que Julio César”.
Cada pelea suya, millones de mexicanos ven exacerbarse su espíritu nacionalista. Lo mejor del espectáculo es el previo de la pelea. Sincronizados los tiempos, segundo a segundo, el público lleno de mexicanos va subiendo en su fervor gracias a un sistemático plan que empieza por una pausa para crear emoción.
Veamos el escenario hecho a modo: el lugar está desplegado con los colores patrios por todos lados: verde, blanco y colorado (la bandera del soldado). Entra entonces el contrincante, Golovkin, quien se nota que está consciente de que su papel es secundario.
Y viene lo bueno: el Canelo entra acompañado por Alejandro Fernández, que camina junto a él y canta México Lindo y Querido. Está también un actor de cine muy famoso en Estados Unidos, Michael B. Jordan, y el equipo el campeón convenientemente uniformado de blanco, rojo y verde.
Saúl lleva una capa que parece jorongo, diseñada especialmente por la firma Dolce & Gabanna, también con los colores patrios.
Su salida del túnel hacia el corredor ha culminado la ruta de la apoteosis iniciada por el presentador. Canelo sube al ring sencillo, mayestático, modesto, omnipotente. Hasta ahí es lo suyo, su terreno en el que es non. Luego, pasa como sea el difícil escollo de la pelea medio arreglada y al terminarla vuelve a tomar el control del escenario, actúa magistralmente su papel de Campeón indiscutible.
La verdad, tal vez sería mejor que nadamás hiciera sus presentaciones antes y después del match…
Y que mejor no peleara.
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