Aurelio Contreras Moreno / Cuando en el año 2000 el Partido Revolucionario Institucional perdió por primera vez la Presidencia de la República, muchos lo dieron por muerto y se regodearon de ello.
Sin embargo, el tricolor estaba lejos de extinguirse. Aún sin la Presidencia, mantenía el control territorial en la mayor parte del país gracias a las gubernaturas que tenía y que le permitieron integrar un frente contra los dos gobiernos panistas que se sucedieron. De manera que nunca estuvo realmente fuera de combate. Al contrario, sacó mucho provecho de esa circunstancia.
Fue en las entidades federativas donde el PRI trazó su camino de regreso al poder presidencial, el cual retomó en 2012 gracias a un proyecto diseñado cuidadosamente para dar la impresión de una renovación que, valga apuntarlo, nunca fue tal. El “partidazo” seguía siendo el mismo de siempre. Y lo demostró.
Pero en ese momento todo indicaba que había regresado para quedarse largo tiempo. Por lo menos 25 años, estimaban algunos analistas de entonces. Hasta que se tropezó con tres factores que demolieron tal aspiración: los 43 de Ayotzinapa, la “Casa Blanca” de Angélica Rivera y el infame gobierno de Javier Duarte de Ochoa en Veracruz.
Quizás el último de estos factores fue el que más pesó –en sentido literal y figurado- para que la imagen de ese pretendido “PRI renovado” se fuera al abismo: la brutal corrupción de la administración duartista, su indolencia e incapacidad para gobernar, la violencia desmedida que provocó, arrastraron política y electoralmente a su partido, al grado que el régimen peñista intentó desmarcarse lanzándose judicialmente en su contra –por lo cual sigue preso- y el PRI lo expulsó de sus filas. Nada de eso les sirvió. Todo mundo sabía que mientras les fue útil, le consintieron todos sus atropellos.
La suma de todo lo anterior destruyó, en términos de mercadotecnia política, la “marca PRI”. Todo lo que desde entonces está asociado con esas siglas, con ese logo, está desprestigiado, maldito, apestado. En el círculo peñista lo tenían muy claro y por eso decidieron postular como candidato presidencial a un personaje sin militancia partidista y que había sido un eficaz funcionario público, y diseñaron una campaña que lo asociara lo menos posible con el partido que lo hizo candidato. Quedó en tercer lugar, mientras Enrique Peña Nieto pactaba entregarle al poder sin mayor discusión a Andrés Manuel López Obrador, a cambio de una brutal impunidad de la que hasta el día de hoy, sigue disfrutando. Y de qué manera.
Desde que asumió la dirigencia nacional del PRI hace tres años, Alejandro Moreno Cárdenas (o “Alito”, como se hace llamar) no ha cosechado nada más que derrotas. Ha perdido once gubernaturas desde que es el presidente del Comité Ejecutivo Nacional de la otrora imbatible “aplanadora”, desbaratando lo que hace 22 años le permitió sobrevivir: el control territorial.
Hoy, las estructuras y operadores del priismo huyen a Morena –que les recibe con los brazos abiertos y convenientemente “perdona” su recientísimo pasado en la “mafia del poder”- y el Revolucionario Institucional se convierte en un membrete, un cascarón vacío que ha dejado de sumar activos políticos, que solo acumula negativos y los traslada a sus aliados en una coalición opositora que se desfonda, ante la ausencia de un proyecto de país que pueda presentarse como opción a la destrucción de la mal llamada “cuarta transformación”.
Moreno Cárdenas sí logró algo inédito: unió a los representantes de la “nomenclatura” de lo que queda del PRI… en su contra. Este martes sus antecesores en la dirigencia nacional, cual fantasmas del pasado, le pidieron que renunciara ante sus pésimos resultados y el desmantelamiento del tricolor con la intención de rescatarlo, si algo aún quedara por rescatar. “Alito” se negó y alegó que estatutariamente le corresponde quedarse hasta agosto de 2023.
Al parecer quiere ser quien eche las últimas paletadas de tierra al PRI para asegurarse que se vaya directo al infierno. Le va bien el oficio de enterrador. Ya hasta en Morena se lo reconocen.
Puros madrazos, nada de abrazos
Una masacre en el Estado de México; horas de horror en San Cristóbal de las Casas. Sangre, balas y muerte. Un día en la vida del país de la “4t”.
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