López Obrador se desangra cada mañana, exhibe sus heridas, su ardor, el daño que le causó lo que mantuvo bien oculto durante tantos sexenios, una corrupción que se incubaba en el fondo de una aparente honestidad. Que alguien haya sacado su corrupción a flote es semejante a los descubrimientos de fetos en los muros de los conventos donde residen las monjas. López Obrador se siente avergonzado y su único mecanismo de defensa está en agredir al mensajero.
Lo peor de todo es que el presidente ha ocupado la mentira para agredir, dando muestras de que mentir ya no le importa. Ha ocupado al propio estado para investigar, dando muestras que, como dijo hace muchos años, «al diablo con las instituciones». El espectáculo que da cada mañana es indigno de un estadista. López Obrador cree que exhibe a sus adversarios, pero no entiende que quien se exhibe es él.