Jorge Flores Martínez / Un día, hace muchos años, justamente el 14 de febrero, me declaré feminista. Fue el día que vi a los ojos a mi primera hija, ella con sus ojos perfectamente abiertos me regresó la mirada, no hubo palabras, pero estoy convencido que en esos escasos minutos esos ojitos expresaron palabras que aún no están compendiadas por diccionario alguno.
Era el padre de una hermosa bebé, que en los brazos de su mamá dibujaban el cuadro más bello que puede existir, una madre con su hija.
Tres años después se ratificó nuevamente el compromiso, mi segunda hija nació. Era nuevamente el mismo cuadro, la hermosa madre con su hija. Mis tres hermosas mujeres por las que daría todo, eran ellas y yo.
Mi esposa y yo las educamos en el esfuerzo y orgullo de ser mujeres. No era una sociedad perfecta, pero estábamos convencidos que, con esfuerzo, trabajo, estudio y dedicación, las dos eran capaces de impedir que alguien pasara sobre ellas, las agredieran o violentaran.
No les impusimos nada, ni preceptos machistas o patriarcales. La religión solo como un vehículo de transmisión de valores morales como amor al prójimo, caridad, gratitud, perdón y humildad.
Claro que jugaron a las muñecas, fueron princesas -como lo son todas las niñas- pero también su abuelo las enseñó a disparar un arma. Su madre las enseño a jugar voleybol, patinar y algo de pelota. Yo solo pude enseñarles a andar en bicicleta, lo que fue una tortura para mi.
A los dieciséis años les enseñamos a manejar, les prestábamos el coche y las dejábamos salir a divertirse. En una ocasión, una de mis hijas tomó un poco más de alcohol y cuando la recogimos de la fiesta era evidente que estaba un poco tomada. Lejos de regañarla, a mi me dio risa, mi esposa estaba preocupada por lo que le hubiera tomado. Lo resolvimos cenando unos tacos cerca de la casa y hablando tranquilamente con ella al otro día.
La mayor obtuvo una beca para estudiar en una de las mejores universidades en México, salió del hogar y desde esa fecha es solo una visitante ocasional en casa, pero una inquilina de tiempo completo en nuestros corazones.
La menor decidió que quería estudiar arquitectura, nunca fue una estudiante súper ejemplar, yo pensé que no aguantaría, su madre le tenía absoluta confianza. Terminó su carrera de forma extraordinaria, ahora estoy orgullosa que es mucho mejor que yo.
Claro que tuvimos problemas, algunos muy intensos y complicados, pero siempre intentamos resolverlos en familia respetando sus individualidades. Ahora las veo mujeres increíbles, profesionistas maravillosas y personas muy valiosas.
Son tantos años que ya no me acuerdo como era antes de ser feminista, pero les puedo asegurar que me gusta mucho como soy ahora.
De mis padres aprendí a respetar a las mujeres. De mis hijas y esposa a valorarlas en su completa y absoluta dimensión.
Soy feminista y lo seré hasta mi último aliento.
Por eso exijo un México donde todas las mujeres estén seguras y protegidas.
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