Sergio González Levet / Hay un cuento de uno de los más grandes escritores de Uruguay, Felisberto Hernández (1902-1964), que se llama “El cocodrilo”. Relata la historia de un pianista con poco éxito, que a fin de completar su magro salario se emplea como vendedor de una casa comercial de Montevideo.
Dejemos que el propio personaje de don Felisberto nos lo cuente:
“Desde hacía algún tiempo ya no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades: entonces, podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias.
“El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no sólo por la influencia de mi amigo, sino porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para esas medias. Su marca era “Ilusión”. Y mi frase había sido: “¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?”. Pero vender medias también me resultaba muy difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me suprimieran el viático”.
Nuestro protagonista hace grandes esfuerzos, pero no logra colocar las medias en una cantidad razonable.
Cierta vez, acude a una cafetería y se pone a jugar con un niño que trae un chocolatín en la mano. Se cubre con las manos la cara y empieza a hacer como que llora, mientras le pide al niño que le dé su dulce. El infante cae, le otorga el chocolate y él se lo devuelve con una sonrisa.
Pero se da cuenta que al poner las manos en la cara verdaderamente le habían salido lágrimas. Lo ensaya de nuevo momentos después, ya a solas, y nuevamente logra llorar.
Un día, llega a una tienda y se pone a llorar, con lo que consigue que varias damas compadecidas le compren una buena cantidad de medias. El buen resultado lo hace que repita la trampa en más oportunidades, y se vuelve un vendedor exitoso.
“Pronto se supo que a mí me venía ‘aquello’ que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor.
“Una vez me llamaron de la casa central -yo ya había llorado por todo el norte de aquel país- esperaba turno para hablar con el gerente y oí desde la habitación próxima lo que decía otro corredor:
“—Yo hago todo lo que puedo; ¡pero no me voy a poner a llorar para que me compren!
“Y la voz enferma del gerente le respondió:
“—Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles…
“El corredor interrumpió:
“—¡Pero a mí no me salen lágrimas!
“Y después de un silencio, el gerente:
“—¿Cómo, y quién le ha dicho?
“—¡Sí! Hay uno que llora a chorros…”
Pueden leer el cuento completo en Internet, y conocerán el desenlace de la historia.
Pero con lo que sí nos quedamos, es que llorar puede ser una buena trampa para conseguir la compasión de la gente.
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