Sergio González Levet / Una persona que conocí hace algún tiempo llegó a tener éxito en los negocios y pudo amasar una fortuna que lo colocó entre los ricos y que además le permitió entrar en contacto de amistad con personajes poderosos de la política.
Cuando se vio tan encumbrado, se convirtió para él una monomanía el disfrute de la vida y sus placeres mundanos.
Parte de ello era mantenerse cerca de políticos y funcionarios de alto nivel, y departir con ellos como un igual.
En su fascinación, pensó que él también podría ser un depositario del poder público, aunque decidió hacerlo por interpósita persona, que era su hija mayor, quuien recién había culminado sus estudios y era una flamante licenciada en ciencias políticas y administración pública, egresada de una universidad tan prestigiada como cara.
Nuestro ilustre conocido se dedicó en cuerpo y alma a forjarle una bonita carrera política a su hija mayor.
Así, aprovechó una amistad por aquí, un favor que había hecho por allá y sus cuantiosos recursos económicos para que su princesa, el orgullo de su nepotismo, se fuera colocando en puestos importantes de la administración pública.
Pero la niña no respondía con el mismo entusiasmo paterno y mostraba un talante triste t cabizbajo.
No hacía su trabajo bien y se mantenía en los cargos sólo gracias a la poderosa influencia de su padre.
El hombre decidió hablar con su heredera y poner las cosas en claro, y una tarde se confrontó con ella y le reprochó su abulia.
–No te enojes conmigo, papito querido. He hecho todo lo que tú has querido. Estudié la carrera que me impusiste y he ido a trabajar en todos los puestos que me conseguiste con tus relaciones.
El padre escuchaba atentamente a su hija, tal vez por primera vez en su vida, porque el suyo siempre había sido un monólogo de imposiciones.
–He sido una hija obediente y respetuosa. He hecho todo lo que me has ordenado. Pero no me pidas que lo haga con entusiasmo, porque la política no es mi vocación.
–Ah, ¿y cuál es tu vocación entonces? –interrogó el padre.
–La verdad –confesó compungida la joven– es que yo siempre quise ser estilista, ¡y poner un salón de belleza!
He ahí el dilema de las vocaciones impuestas. Difícilmente alguien tendrá éxito profesional si no sigue los dictados de su corazón, de sus talentos y de sus gustos.
Esto viene a colación cuando veo el entusiasmo con el que baila el Gobernador en cuanta fiesta y oportunidad se le presenta. Y le entra al folklórico, al regional y con más gusto a la salsa, en la que es un verdadero maestro.
Yo creo que si Cuitláhuac hubiera seguido su vocación y puesto una academia de danza, seguro habría sido la mejor de Veracruz.
Zapatero a tus zapatos.
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