De todas las fotografías sobre los atentados del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas en Nueva York, una se ha vuelto icónica pues representa la desesperación, la valentía, el estoicismo y lo imperecedero de un evento que nunca termina. Un hombre cae al vacío, pero queda pendido en el tiempo, sostenido en el instante, sostenido en la mirada de quienes lo contemplamos y por eso no cae, porque no dejamos de mirarlo; 20 años cayendo y mientras lo sigamos viendo, él no va a dejar de caer.
No vemos su rostro, sólo su figura, su camisa blanca y su pantalón negro. Pero imaginamos que cae aliviado, pues segundos antes sólo respiraba bocanadas de humo, bocanadas de un calor que le quemaba las fosas nasales, de un calor que le lamía los pulmones, un calor insoportable.
Sólo le quedaba dejar de respirar o lanzarse al vacío y buscar el aire, respirar un poco y morir. Pero no murió, porque alguien lo captó con una cámara y detuvo su caída. Un hombre anónimo, acróbata en una tragedia que se repite cada año, que después de 20 años no termina de caer.
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