A mi padre, con franqueza y cariño

A mi padre, con franqueza y cariño FOTO: WEB
- en Carrusel, Opinión

Armando Ortiz / Soy muy consciente de las pocas menciones que hago de mi padre, figura ausente en mis cuentos, mis comentarios o mis anécdotas. No recuerdo un gesto cariñoso de él, claro de debió haberlo, claro que debió procurarme algún cariño, caramba era yo uno de sus cinco hijos. Pero no lo recuerdo en mi escuela, en mis graduaciones; no lo recuerdo en mis momentos tristes ni en mis momentos de dicha. Lo que si recuerdo es su carácter recio y autoritario; recuerdo su figura de castigador, su cinturón y una reata con la que nos daba unas buenas tundas siempre muy merecidas, eso sí lo recuerdo.

Éramos tres hermanos que nos seguíamos en edad apenas por un año. Cundo el mayor cumplió 13 años y se volvió un tanto abusivo, los otros dos ya estábamos en edad de defendernos y en esas batallas infantiles, rudas y llenas de gritos, los tres salíamos perdiendo. Empezábamos a pelear en un extremo de la calle y terminábamos en el otro extremo. Mi madre entonces llamaba a Raúl, mi padre y este, que era un hombre fuerte, lo recuerdo como un militar, nos tomaba a los tres como si tuviera más de dos manos, nos llevaba a la recámara, nos dejaba solos un rato en lo que meditaba que instrumento de castigo iba a usar, si su cinturón de cuero o la reata que luego le costaba encontrar porque se la escondíamos. No le quedaba de otra que usar el cinturón. Por supuesto ya solos los tres, esperando el castigo, se diluía nuestro coraje y hasta se nos olvidaba por qué había empezado la pelea. Nos zurraba a los tres, nos aguantábamos el llanto porque no queríamos que los otros dos nos vieran llorar. Al final, doloridos, con la marca del cinturón en la piel, nos reíamos el uno del otro y entre las risas relatábamos cuantos cinturonazos le habían tocado a cada uno.

Pero no piensen mal, mi padre no era cruel. Recuerdo las veces que nos castigó con la vara de su disciplina, y las recuerdo porque fueron pocas. Sólo una vez recibí de mi padre un golpe inmerecido, un solo golpe, el último, que no fue nada comparado con los que recibió mi madre ese día que él salió corrido de la casa.

A principios de los años ochenta mi padre decidió dejar la familia y hacer vida con otra mujer. Nunca le juzgué mal, era todavía un hombre joven que entraba a sus cuarentas y que de alguna manera se sentía con derecho a buscar la felicidad por otro lado. Por supuesto eso lo digo ahora, que tengo la edad que él tenía cuando nos dejó; entonces padecí ese abandono a una edad en que la figura paterna es fundamental.

En ese entonces, antes que, en la literatura, me refugiaba en el cine. Recuerdo que una semana pasaron un ciclo de películas de Charles Bronson, en lo que entonces era el Cinema Los Lagos, que más tarde fue el Cinema Kubrick y que terminó siendo un Centro de Atención Telcel en la esquina de Azueta con Ávila Camacho. Ahí vi casi todas las películas de Charles Bronson: la épica Doce del patíbulo, Los siete magníficos, Apache, Érase una vez en el oeste, El gran escape, El vengador anónimo, pero sobre todo El peleador callejero.

Cuando vi a Charles Bronson en El peleador callejero dije: “Ahí está mi padre”. El parecido era sorprendente. Mi padre a esa edad fue un hombre delgado, recio, de rostro duro y carácter más; hoy día los años le han caído encima. Pero en ese entonces recuerdo que una noche se enfrentó a dos ladrones en la calle de Revolución y los hizo huir.

Una tarde, comentando sobre el terremoto de Orizaba de 1973, le dije a un amigo que esa madrugada (el terremoto fue a las 4:52 a.m.) mis padres lo sintieron en la casa de teja donde vivimos algunos años en la calle de Poeta Jesús Díaz. Esa madrugada mi padre, con la ayuda de un tío, sacó la cama al patio con todo y sus hijos, no nos despertó para que no nos asustáramos. Pero yo me desperté. Cuando abrí los ojos vi el cielo lleno de estrellas, muchas estrellas en un manto oscuro, Muchas estrellas que eran como una cobija nueva; prístino manto con el que la noche nos cubre desde la creación del mundo. Vi las estrellas como nunca antes las había visto, como nunca más las he vuelto a ver.

Después de comentarle eso a mi amigo, quien por cierto ya sabía que yo no recordaba un gesto de cariño de mi padre hacía mí, me dijo: “Pues ahí está un gesto de cariño. Él los sacó al patio a ti y a tus hermanos sin despertarlos, los sacó para mantenerlos seguros, pero no quiso que se asustaran. Si eso no es un gesto de cariño, entonces no sé qué lo es”.

La última vez que estuve con mi padre fue junto a la tumba de su hijo menor, mi hermano. Ahí nos tenía a los tres juntos otra vez, pero esta vez a la merced de la nostalgia.

Hoy mi padre está en una tumba, en un lugar que no conozco. Pero a mí no me hace falta una tumba para recordarlo. Hay ocasiones que por las noches, subo a la terraza de mi casa y contemplo las estrellas. Entonces un sentimiento de bienestar me invade. A veces me siento como ese niño que despertó el día del terremoto, que contempló el manto de estrellas de la madrugada; ese niño que no fue despertado por su padre para que no se asustara.

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