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Crónica en el tiempo

Alberto Calderón P.* / Instalados a gran velocidad veíamos pedazos de algodón bajo nosotros formando a lo lejos sombras en el mar, dejando el festín de nubes apareció la historia colonial en las calles de Mérida, como un laberinto buscábamos nuestro refugio ante los rayos del sol y no pasar las noches a la intemperie, como encontrar un oasis en un interminable tablero de ajedrez apareció nuestro destino.

De inmediato quisimos ser los nuevos exploradores de la ciudad, al paso de las horas, los sorbetes nos refrescaron, las marquesitas nos deleitaron, caminamos por el centro histórico aguzando la curiosidad, la historia viva se presentaba ante nosotros: casas, monumentos, iglesias. El andar entre los 38 grados desgasta, cualquier cuerpo se calienta y deshidrata, para contrarrestar esa sensación no hay como un agua de “Chaya” y ya que hablamos del arte culinario, nos envolvió con sus sabores y aromas, unos mejores que otros, pero todos distintos a lo acostumbrado en casa.

Es sobresaliente ver las huellas que dejaron al paso del tiempo los Mayas, en nuestro viaje a Campeche aparecían al lado de la autopista vestigios, escalinatas, montículos sobre los camellones en esa interminable selva tropical, uno se pregunta que más habrá al internarse en lo profundo de la maleza de claro verdor. Llegamos a la ciudad amurallada que esplendida vive entre el silencio y un ritmo lento, al medio día parece una ciudad fantasma, de momento no sabes si estas en la habana vieja o en la época colonial, un amable y diminuto campechano nos explica un fragmento de la historia de “la puerta del mar” un portal entre una alta y larga muralla. Las manos de cangrejo desaparecieron al igual que las cervezas, en estos lugares se come rico. La colonial casa de cultura sobresale al igual que el “Fuerte de San Miguel” en lo alto del cerro y su museo, la caída de la tarde nos acompañó en el último tramo de retorno a nuestro refugio temporal.

El día siguiente parecía que éramos los únicos que rodábamos sobre una carretera llena de vegetación entre miles de mariposas, rectas interminables era la única huella del paso del hombre en esta maravillosa selva, pero al llegar a “La ciudad al borde del pozo de los Itzales” (Chichen Itzá) todo cambió, todos los visitantes queríamos conocer la arquitectura de la cultura maya majestuosa, recorrido, admirable, el “cenote Chenkú” o “cenote de los sacrificios”, en sus laderas los nidos de unos pájaros verdeazulados llamados “Toh” o “cejiazul”, hermosos, en verdad hermosos. Las matemáticas, el dibujo, la orientación con los equinoccios, la influencia Tolteca en los mayas con sus columnas, es apenas un bosquejo de su riqueza cultural.

Un nuevo día se vislumbra en la bóveda celeste, tiempo de prepararse para viajar a Puerto Progreso lugar donde el mar apenas respira para no inquietar el paraíso, arena blanca, mar transparente con fondo verde y calmo, los peces entre tus pies, las aves al vuelo, los perfiles de los visitantes mayas en casi todas las palapas, excelente vianda marisquera con sabor peninsular, en el ocaso del día esa moneda incandescente, majestuosa nos despide dejando un paisaje digno de un sacrifico, es hora de regresar.

Las haciendas son otro atractivo imperdible, fuimos a la de Teya con la mejor comida yucateca imaginable. Lo que nos robó el corazón y también el aliento fue la visita a Dziblichaltún, una zona arqueológica impresionante con una antigüedad de 500 años antes de la era cristiana con templos de adoración al sol y la luna, a los equinoccios con construcciones dispersas y el cenote Xlakán que también es uno de los ríos más grandes y profundos de Yucatán, al pie de una pequeña pirámide. A grandes rasgos es una probada de todo lo que se puede apreciar en la rivera Maya.

 

*Miembro de la Red Veracruzana de Comunicadores (REVECO).

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