Sergio González Levet / Lo encontré en una esquina, ahí merito dando vuelta al recodo de la imaginación: cuerpo regordete, coronado -es un decir- por un vientre digno de un Guinnes o un premio cualquiera (“Mete la panza… pero a un concurso”). La cara, mofletuda, con unos pelos negros y solitarios salpicando la piel por aquí y por allá. El pantalón, azul; la camiseta, roja con un número de seis dígitos que le cruzaba el pecho. Usaba una gorra con aire militar, azul también. Y un antifaz que le velaba el rostro. Todo un chico malo.
No sé por qué ni cómo (vea don GOM, esto es de Miguel Hernández) alcanzamos a sostener una conversación y de ahí pasé a hacerle preguntas y él a contestarlas, como si no nos hubiéramos repulsado el uno al otro.
Lo cierto es que el ladrón, que no se podía dedicar a otra cosa con ese outfit revelador, vio en mí a un interlocutor dispuesto a escuchar sus lamentos, y no lo pensó dos veces para iniciar su retahíla.
—Mire usted, señor reportero —él también había adivinado mi profesión—, igual que toda la gente, estamos pasando por la peor situación del mundo. Al grado que robar ya no es negocio, ¿me creerá usted? Entra usted a una combi, a una lonchería, y cuando mucho, junta unos 200, o 300 pesos entre todas las billeteras o bolsos de nuestros “clientes”.
—Y viera la de cuicos que andan ahora en las calles —continuó, adivinando también mi pregunta—. Antes nos enfrentábamos con un azul en solitario o una pareja cuando mucho, pero ahora llegan las camionetas y se bajan de a cuatro, de a seis, que vienen uniformados como del ejército y traen metralletas. Y nosotros con nuestras pistolitas, ni para hacerles frente.
—Oiga, no sea cínico —le reclamé—. Si se enfrentan a ustedes es porque están transgrediendo la ley y atentando contra la seguridad de la población.
—Si por mí fuera, me dedicaba a otra cosa, Esto es muy peligroso y estresante. Vive uno con el nervio en la punta de los dedos. Pero de algo hay que vivir. Yo antes le busqué de vendedor de cambaceo, de taxista, de bolero, y nomás no me alcanzaba para el chivo. Los hijos comen tres veces al día, y la mujer tiene sus necesidades, que la renta, que la luz… Yo ya le digo La Bartola, como la canción de Chava Flores.
—¿Y por qué no le sigue buscando? Debe haber alguna ocupación dentro de la ley que le permita ganar el sustento diario.
—Lo he pensado en serio, y en una de ésas abandono la robadera. Le voy a decir por qué. Mire, antes ser ladrón era un oficio… cómo le diré… respetable. Las personas nos tenían hasta miedo. Pero ahora, sube uno a la combi y ya se le quedan viendo los pasajeros con ganas de unirse y ponerse todos en nuestra contra. Ya ve cómo le ha ido a varios compañeros, que los someten, los encueran y hasta al hospital los han mandado de lo feo que les pegan.
—No se vale, señor, nosotros también somos pueblo bueno y honrado… vaya, honrado no, pero bueno sí.
Y se perdió en las sombras de la noche para seguir ejerciendo su reprobable oficio.
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