Sergio González Levet / En Veracruz, hay cuando menos una mascota en el 60 por ciento de las casas habitación, dice una aproximación que leí el otro día en una página de cuyo nombre no me acuerdo o no quiero acordarme, quijotesco como siempre he querido ser.
(Eso de lo quijotesco, me disculparán, me viene de familia, pues mi abuela paterna se llamaba doña Julia Cervantes y hay una leyenda urbana en la familia de que su linaje descendía directamente del propio don Miguel, con cuatro siglos de historia que pudo ser recuperada gracias a la genealogía y la heráldica, más unas cuantas monedas que mi abuelo, don Camilo B. González, tan bueno como él era, depositó discretamente en el bolsillo del historiador que realizó el estudio que nos convirtió en herederos, al menos del nombre, del inmortal Manco de Lepanto).
Pero regreso a lo de las mascotas, que es el tema de hoy, y hago una cuenta rápida que da una cifra que me parece sorprendente. Si atendemos a que en el Puerto hay un millón de habitantes -personas más, personas menos-, y que en promedio viven unas cuatro personas por domicilio, eso nos da 250 mil hogares, y el 60 por ciento de esa cantidad es 150 mil, que sería el número de animales domésticos que sobreviven gracias a los cuidados (o a pesar de los descuidos) de sus dueños.
Si atendemos a que de las mascotas, dos terceras partes son perros, nos da la bonita suma de 100 mil canes que son jarochos, ya sea por su origen o por su lugar de vivienda.
Y como de todo hay en la viña del Señor, existen dueños del mejor amigo del hombre que se portan a la viceversa con ellos. Conozco a un señor sumamente inteligente que cuida y trata a sus tres cachorros con la justeza necesaria. No los
consiente de más, pero tampoco los deja abandonados a su suerte y convive con ellos en una simbiosis gratificante para ambas partes.
Pero, ay Señor, existen otros que no. Hay amos que dejan a sus perros indefensos, que olvidan alimentarlos convenientemente, que nunca los llevan a una revisión médica-veterinaria, que no juegan ni “platican” con ellos, que no los sacan a pasear.
Son perros descuidados, abandonados, estresados, traumados. Yo conozco un caso así, de dos canes de entre los cien mil que hay en el Puerto, que viven a un lado de cierta casa, arrojados a la cochera, en donde respiran el carbono de los vehículos familiares y los olores fétidos de sus propias heces y su orina, que comen sobras muchas veces pútridas… y que odian la vida que llevan.
Ese odio lo manifiestan continuamente con una serie de ladridos estentóreos que espantan a los transeúntes y traen locos a los vecinos, porque si llega el cartero, ladran; si se acerca algún amigo a tocar a la puerta de junto, rugen; si pasa una patrulla de policía, aúllan al doble (algo sabrán los canijos).
La cosa es que esos demonios con dientes y garganta hacen un ruido permanente e insoportable, y nadie ha podido convencer a su dueña de que los retire para que la calle vuelva a ser pacífica y tranquila.
No sé qué se pueda hacer en estos casos, pero ya hay varios vecinos investigando si es posible demandar a alguna autoridad que tome cartas en el asunto.
Si me permiten, cuando tenga alguna noticia sobre el asunto, con gusto se los platico.
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