USA utiliza a su conveniencia la vecindad
Carlos Jesús Rodríguez Rodríguez / EN SU libro “Estados Unidos contra Porfirio Díaz”, don Daniel Cosío Villegas -fundador del Fondo de Cultura Económica, del Colegio de México, de la Escuela Nacional de Economía y de El Colegio Nacional- se ocupa de las peripecias diplomáticas que, desarrolladas a lo largo de año y medio, aproximadamente, condujeron al reconocimiento por parte de los Estados Unidos del Gobierno de uno de los mejores Presidentes que ha tenido México: don Porfirio Díaz Mori, después de una tensión que a ratos fue extrema, como real el peligro de un conflicto armado. Y aunque a muchos no les guste, con Díaz Mori comenzó a aterrizar el progreso en el país con las vías de comunicación terrestres, ferroviarias, portuarias, se abrieron canales comerciales con otras naciones del orbe, se avanzó en la modernidad, aunque también hubo abusos al extremo contra los medios de comunicación y la sociedad contestataria, algo que no ha terminado, incluso con administraciones de centro, derecha o izquierda, que para el caso es lo mismo. En el libro se aborda la autorización que por largo tiempo tuvo aquel comandante fronterizo de tan claras tendencias anexionistas, el general Edward Otho Cresap Ord para cruzar la frontera en persecución de indios bárbaros o malhechores, aunque jamás llegó a usar esa autorización, por un conjunto de circunstancias verdaderamente providenciales, muy a pesar de que fue para los mexicanos, mientras duró, una obsesión fatídica, una amenaza constante. De haber hecho uso Ord de sus poderes, de haber pasado a territorio mexicano, fácilmente habría habido un choque con fuerzas nuestras, y de ahí a la guerra no había que dar sino un paso, pero a don Porfirio se le respetaba: fue el héroe en la Guerra de Intervención de 1862 contra la legión francesa a la que derrotó, lo que impidió que el Ejército Galo incursionara a los Estados Unidos, como tenían planeado e, incluso, en Centroamérica, lo que le valió a Benito Juárez, por esa causa el reconocimiento de Benemérito de las Américas, cuando fue Díaz quien contuvo a las fuerzas napoleónicas.
PERO PORFIRIO Díaz aparecía, por aquel año de 1876, apenas como el general victorioso de un pronunciamiento más, tan fácil de ser abatido como fue encumbrado, y con el agravante, además, de haber suplantado a un presidente incuestionablemente legítimo como el xalapeño Sebastián Lerdo de Tejada, y desplazado a rivales que como José María Iglesias podían esgrimir títulos de legalidad ciertamente mejores que los del caudillo oaxaqueño. Por ello, cuenta Cosío que su reconocimiento por parte de Estados Unidos no era, por ende, nada fácil, y tanto menos si a las anteriores consideraciones se añade la mentalidad del gobierno norteamericano prevalente en aquella época: el espíritu aún vivo del “destino manifiesto” y la voluntad de sacar todas las ventajas posibles del reconocimiento, con poca o ninguna consideración por la soberanía del vecino del Sur. Por si fuera poco, Díaz se encontraba, desde el momento de entrar a México en pleno triunfo y en plena miseria hacendaria, con la necesidad imperiosa de hacer frente al pago inminente del cuantioso saldo en favor de los Estados Unidos acordado por la Comisión Mixta de Reclamaciones de 1868, y en estas circunstancias, descritas por Cosío con vigorosa concisión, se desarrolla la dramática lucha cancilleresca por obtener el reconocimiento. La voluntad férrea de Porfirio Díaz y la inteligencia lúcida de Ignacio Luis Vallarta, su gran ministro de Relaciones Exteriores, van, con todo, a llevar a buen puerto la pretensión, y lo que es de mayor mérito, conservando incólume la dignidad nacional.
DAR TODOS los pasos conducentes para lograr el reconocimiento; negociar y aun transigir en lo transigible, pero con tal que a la postre el reconocimiento se otorgara no como resultado de ninguna transacción, ni bajo condición alguna, sino debido a un gobierno en posesión de todas las cualidades requeridas a ese efecto por el derecho internacional. Asegura el economista, historiador, sociólogo, politólogo y ensayista mexicano que tal fue la línea de conducta inflexiblemente seguida por Díaz y su canciller: que se pagaran las reclamaciones, porque era la decisión de un tribunal arbitral, y eran deudas además no del gobierno sino de la nación, como no dejó de recalcarlo el enviado especial al efectuar el pago. Con esto quedaba acreditado que el gobierno de Díaz era capaz de cumplir con las obligaciones internacionales del Estado, una de las condiciones requeridas por el derecho internacional para otorgar el reconocimiento. En cuanto a las otras dos: estabilidad del gobierno y aquiescencia del pueblo, podía observarlas por sí mismo el agente diplomático de los Estados Unidos que de manera oficiosa no dejó jamás de estar acreditado en México, y una vez comprobadas aquellas condiciones a su entera satisfacción, el reconocimiento se debía dar de plena justicia y sin esperar ninguna contraprestación por virtud de dicho acto.
ESA FUE la pauta que presidió a aquellas largas conversaciones entre Vallarta y Foster, que el autor de “Estados Unidos contra Porfirio Díaz” nos narra con extraordinario dinamismo, reconstruyendo con calor y plasticidad las discusiones condensadas luego en las respectivas notas e informes, según comenta en un ensayo posterior Antonio Gómez Robledo, académico, diplomático y jurista mexicano miembro de El Colegio Nacional y de la Academia Mexicana de la Lengua. El gobierno de México, dijo Vallarta una y otra vez, “no se prestaría a indebidas concesiones ni aun para obtener el reconocimiento”. El gobierno norteamericano quería que en forma de tratado, y previamente al reconocimiento se estipularan cosas como el paso recíproco de tropas, de uno a otro territorio, en persecución de los indios bárbaros; que se ampliaran las posibilidades de que los ciudadanos norteamericanos adquirieran bienes raíces en la zona fronteriza, y que se les eximiera, con notoria discriminación, de los préstamos forzosos que eventualmente pudiera decretar el gobierno.
FUE DÍAZ mismo quien, en cierto momento, y viendo que las negociaciones no llevaban a nada, acordó darles fin mostrando con ello que nada se le daba a los Estados Unidos, a fin de cuentas, por un reconocimiento. Foster volvió entonces a Washington, y cuando todo parecía perdido, regresó a México portador del reconocimiento. Pocas dudas pueden caber -escribe con toda razón Cosío Villegas- de que en la lucha diplomática México resultó vencedor y Estados Unidos vencido”. El futuro, desgraciadamente, no iba a ser así, y llegaría el día en que, como dice el autor, los Estados Unidos habían de ejercer en México “una influencia sin restricciones”; pero en cuanto a aquel episodio del reconocimiento, no hay nada que pueda ensombrecerlo. Es satisfactoria la evocación de este primer Porfirio Díaz, tan distinto por ventura del de las postrimerías, como lo es también el poder comprobar, en este caso ejemplar, cuán eficaces armas son la razón y el derecho cuando las esgrimen una voluntad tenaz y una inteligencia penetrante.
DÍAZ POR fortuna, nunca tuvo que humillarse ante el Presidente estadounidense de ese tiempo para ganar su afecto y misericordia, ni se sintió obligado a mentir argumentando que “nuestras relaciones políticas, durante mi mandato como Presidente de México, en vez de agravios hacia mi persona y, lo que estimo más importante, hacia mi país, hemos recibido de usted, comprensión y respeto (además de ofensivos calificativos)” o “agradecemos mucho esta recepción; en efecto, fallaron los pronósticos, somos amigos y vamos a seguir siendo amigos”. Díaz era un general con mucha dignidad que, contra lo que se diga, defendió siempre a su pueblo del asedio extranjero. La verdadera Revolución vino tras su renuncia por las ambiciones desmedidas que a la fecha no cesan. OPINA [email protected]
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