Entrevista con un ladrón

Ladrón FOTO: WEB
- en Opinión

Sergio González Levet / —Mire usted, señor, eso de ser ladrón en estos tiempos no es nada fácil. Sí, yo sé que usted y muchos ciudadanos nos ven con malos ojos porque, pues… porque les quitamos su dinero y/o su celular y/o sus joyas y/o cualquier cosa de valor que traigan encima, o que tengan en su casa, según el tipo de robo, pero la verdad es que sería otra la consideración hacia las personas de mi oficio si vieran las que estamos pasando con esto de la pandemia.

El hombre -unos 40 años de edad, chaparro, moreno, fornido- accedió a platicar conmigo cuando salía del más reciente de sus ingresos en prisión. No fue fácil convencerlo, pero una vez logrado, se volvió un interlocutor locuaz y -ya estarán o no de acuerdo- hasta interesante.

Habrán advertido la sapiente lectora y el archisabido lector que la primera pregunta, obligada, fue acerca de las condiciones actuales de esa ¿profesión?, y la segunda apenas fue un rápido ¿por qué?, al que se le encimó la andanada de palabras que salían de la boca del individuo como agua de manantial, al igual que las coplas de Martín Fierro.

—Para empezar, el robo a domicilio es casi imposible, porque toda la gente está en su casa, resguardada del bichito aquél. Qué le vamos a hacer, uno tiene que comer, y la familia, así que nosotros le arriesgamos a salir a la calle y más a entrar a hogares en los que el señor está enojado como león en su jaula, y así son capaces de soltarle a uno un plomazo… no hay que ser.

—Y para robar a alguien en la vía pública primero hay que encontrarlo, porque las ciudades están desiertas, y cuando uno da con un buen cristiano, resulta que no trae dinero. Qué va: antes, con dos o tres robos sacaba uno que los dos que los tres mil varos, pero ahora, si traen un billete de 200 hay que darse por bien servido.

Estábamos afuera del penal, y alcanzó a pasar un nevero ocurrente (“¿Qué no oyen que es de limón?”, gritaba con pícara voz) y el ladrón me pidió que le invitara un helado. En este oficio de la información hay que invertirle, así que lo complací, y siguió con su perorata:

—Mi mamacita, mi viejita santa, se acongoja mucho porque sus cuatro hijos que vivimos con ella tenemos que arriesgar cada día a hacer tres o cuatro intervenciones cada uno (así le llamamos en nuestra jerga a los robos… ojo… dije “jerga”) para completar una cantidad que valga la pena para alimentar a las 13 personas que vivimos en su casa. Le digo a usted, ya no se puede trabajar honradamente (es un decir) para vivir con cierto decoro y con la panza tranquila.

Volteó a ver hacia la prisión con un gesto de cierto espanto o congoja y empezó a caminar. Mientras se alejaba de mí, siguió platicando hasta que ya no pude escuchar lo que decía, pero alcancé a comprender que:

—Y luego está lo de la cárcel. Antes de que tuviéramos aquí en Veracruz al Gobernador más honesto del mundo, los policías y los secretarios de los juzgados se dejaban pedir su buena lana. Si agarraban a alguno de nosotros, luego luego nos poníamos a trabajar a destajo para conseguir lo que íbamos a dar de mordida, pero ahora… pues ahora la cosa sigue igual. Le digo

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