“El maestro debe ser un artista, debe estar ardientemente enamorado de su labor, y en nuestro país el maestro es un paria, un hombre mal instruido que va al campo a enseñar a los niños con la misma ilusión con la que iría al destierro. Pasa hambre, se le maltrata, está asustado ante la posibilidad de perder su trozo de pan (…) Es absurdo pagarle una miseria a la persona que está llamada a educar al pueblo”. Esto que acaba de leer y que quizá le parezca una descripción contemporánea de lo que es un maestro rural, no lo es tal.
Este texto es de Anton Chéjov, escritor ruso que fue un gran crítico de la estulticia, de la estupidez humana. Lo escribió hace más de cien años, lo escribió cuando vivía en un estado feudal, como la Rusia de los zares. Chéjov se preocupaba por la educación de su país y sabía lo que significaba dar mejores condiciones de trabajo a los maestros. Hace más de cien años ya lamentaba la situación en que laboraban los maestros rurales.
Esa misma situación, cien años después, en un país supuestamente democrático, es la que viven miles de maestros rurales de México, pero no sólo los maestros rurales, muchos maestros que laboran en centros urbanos también padecen de ese ostracismo laboral. Como Chéjov también creemos que el maestro debería de ser un artista, debería de ser “el primer hombre de la aldea, que supiera responder a todas las preguntas del campesino, que los campesinos reconocieran en él una fuerza digna de atención y respeto, que nadie se atreviera a gritarle… a humillarlo, como lo hacen todos”. Como Anton Chéjov entiendo que “sin una formación amplia del pueblo el estado se desmoronará como una casa levantada con ladrillos mal cocidos”. Por la educación de nuestros hijos, estamos con los maestros.
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