Sergio González Levet / Esto que les voy a contar sucedió realmente y lo viví porque la “víctima” es un buen amigo, “que me enseñó el secreto de la filantropía”. Sucedió hace algunos años, pero no tantos como para que pensemos que son épocas pasadas. Las trampas de la modernidad las hemos estado sufriendo desde hace algún tiempo.
Bueno, pues el amigo compró, por la bonita suma de 500 pesos, un boleto de una rifa de un auto de lujo, un Cadillac del año que nada más de verlo era un sueño: la pintura brillante y excitante, como dicen que son los ojos de una quinceañera; las molduras, relucientes; los vidrios, con un ahumado tan bien hecho como el del marlín tatemado de Nayarit; amplio, fastuoso, omnipotente.
Era la versión de más lujo, con todo eléctrico y todo de piel, tecnología de punta que mejor ni saber, llantas radiales anchas. Ah, y el motor más grande del mercado, de ocho cilindros con 32 válvulas y un tamaño digno de un camión de carga.
¡Y resulta que el amigo se sacó la rifa!
Imaginen, por 500 pesos se hizo de un vehículo de lujo con todas las comodidades posibles, inimaginable. La suerte no podía ser más provechosa y mejor.
Llenar el tanque de gasolina fue su primera inversión, porque era de 80 litros.
Y luego, tan sólo en la celebración con la familia, los amigos y vecinos se gastó sus últimos dos mil pesos de la quincena, pero se consoló diciendo que no tendría un céntimo hasta dentro de una semana, pero era propietario de un auto que valía una fortuna.
Tuvo, sí, que pedir prestado para pagar los impuestos por el premio, porque el fisco le exigió varios miles de pesos a cambio de su suerte.
Una más fue que cuando llevó a emplacar el vehículo, para poder circular con todas las de la ley. Ahí le dieron la mala noticia de que la tenencia que debía pagar (aún no había subsidio para este impuesto) era la más alta, porque el Cadillac no era de lujo, sino de lujísimo, Ahí ya tuvo que hacer su primera visita al Monte de Piedad, donde los amigos le hicieron el favor de guardarle las preciadas y escasas joyas de su mujer.
Como su pequeño departamento no tenía cochera, y no era para dejar en la calle una joya como su preciado Cadillac, menos en la populosa zona en la que vivía, contrató una pensión nocturna cerca de su casa y una diurna en el centro, para que estuviera resguardado durante sus horas de trabajo. Esos dos gastitos le hicieron un boquete a su salario mensual, pero consideró que valía la pena darle más seguridad a su auto no obstante que había pagado un seguro, carísimo también, para garantizar las reparaciones necesarias en caso de accidente o robo.
Cuando se llegó el primer mes de que era propietario de esa maravilla, tuvo que llevarlo al primer servicio a la agencia, y prácticamente le cobraron una fortuna entre las ocho bujías nuevas, el cambio de aceite (¡12 litros!), el ajuste de frenos, la limpieza del carburador y hasta la lavada del vehículo, que debió haber sido con champú regenerador porque fueron más de 200 pesos. Para poder rescatar su joyita tuvo que hacer una nueva visita al Monte, ahora con su pantalla y algunos electrodomésticos.
Nuestro amigo terminó vendiendo el Cadillac, malbaratado, y apenas pudo pagar una parte de lo que debía. Varios años le llevó salir del agujero económico, y nunca más volvió a pensar en tener un auto de lujo.
Ahora se consuela pensando que cuando menos no fue el avión presidencial el que se sacó…
Comentarios