Edgar Landa Hernandez / La aurora abre a París con una canción dirigida a Notre Dame. Su campanario llama a la homilía, custodiado por el emblemático río Sena, suena el Son de Notre Dame. Sus sonajeros tañen incansablemente que a veces son estruendos, clamores que incitan a perdonar, o simplemente a volver a lo que realmente somos. otras veces se aprecian frágiles, tal como la misma humanidad. El espíritu de la ciudad, su canción. El Son de Notre Dame.
La estructura arde, enormes llamas consumen rápidamente la cúpula. El humo se convierte en protagonista. Los transeúntes observan, rostros desencajados que no dan crédito a lo que sucede. Personal de bomberos no se dan abasto para sofocar la conflagración. El fuego arde y hace de las suyas. Se convierte en un verdadero infierno.
Poco a poco solo queda un esqueleto de lo que fue. Historias que se convierten en cenizas, remembranzas de aquellos que ahora ya son parte de la historia. Entre las pavesas salen a relucir los poemas de Baudelaire, las cartas de Rilke, y otros tantos más.
La catedral de Notre Dame agoniza, hay tanto colorido en su diseño, vértices que hoy sucumben ante lo natural, ante una naturaleza que nada se puede hacer contra ella. Fuego que arrasa con todo, hasta con la misma fe.
La gente únicamente observa, da fe de lo sucedido.
El ahora sombrío campanario espera pacientemente una nueva oportunidad para salir a escena.
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