Edgar Landa Hernández / La tierra despide el petricor inconfundible. Todo está listo para que dé inicio la contienda. Las chicas se agrupan, se concentran de una manera colectiva. Se acoplan, sonríen y se dirigen a sus compañeros, Los caballos. Animal y belleza se fusiona, se vuelven uno.
Se enlazan sentimientos. La hermosa chica se dirige a su rocín. Se miran, se observan de una forma que ensamblan sus miradas. Sin articular palabra la bella jinete mira por última vez los ojos de quien será su compañero de jornada. ¡Están listos!
La música principia, el respetable aplaude desde la tribuna, es tiempo de realizar las distintas evoluciones que han de ser calificadas para lograr el tan deseado triunfo.
La coreografía inicia. Las chicas ataviadas con sus vestidos recubiertos de crinolina, rebozo, moño en su cabello, y calzoneras. Así como en una de sus manos, la vara, seguida de un sombrero, botas, una espuela en su pierna izquierda, con su otra mano toma las riendas, la albarda perfectamente fabricada por manos mágicas que hacen de la artesanía todo un lujo.
Las horas de intenso entrenamiento hoy se ven reflejadas en las impresionantes técnicas y procedimientos para ejecutar las danzas y piezas artísticas. El espectáculo es apoteósico.
Las ocho doncellas dan rienda suelta a sus aprendizajes, galopan, frenan, saltan en sus briosos corceles. El tiempo es suficiente para deleitar al público asistente.
El espectáculo ha terminado.
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