Édgar Landa Hernández / El viento helado impide inhalar con libertad. Cada respiro es un triunfo ante el clima extremo que se percibe. Quizás sea una de las razones que la Angelópolis no me gusta, sus cambios repentinos de humor, transformaciones inadvertidas que cuando te das cuenta te toman de rehén y no sabes cuánto durará el secuestro.
Las vicisitudes se acentúan y cala el frío más allá de una esperanza. Camino unos metros más y saco mi cámara fotográfica, ajusto el lente y obtengo la más nítida postal del iztaccíhuatl, se ve tan, tan así, ¡majestuosa!, ¡imponente!, con escasa nieve que deja ver su figura al natural. ¡Enamora!
El aire resopla, bufa y absorbe mi estancia. Como si de una aspiradora se tratara y me engulle en sus fauces hasta querer deglutirme en un santiamén. ¡De pronto se ha ido! Me deja en la soledad, justo con el compañero silencio que apenas a través de un bisbiseo me dice al oído su secreto.
Me vienen las ideas, y surgen otra vez las preguntas, las que últimamente mancillan mi materia gris. Me mantengo inamovible. Y una serie de conjeturas se aglomeran y piden salir, como huestes en desafío para poder vivir tan siquiera unos instantes para después perderse en lo que realmente eran, ¡meras especulaciones!.
Es cierto que cuando uno controla las emociones la enfermedad se ausenta. Por eso es sano sacar lo que guardamos, alegrías, tristezas, cosas que no queremos tener dentro y sin embargo orillamos a que el cuerpo se debilite y nuestro sistema inmunológico pierda fuerza.
Prosigo deambulando en medio de ventiscas que originan polvaredas y desista yo de permanecer un rato más aquí, presenciando un desenlace que sé que no me gustará. La medicina cura lo oportuno, lo externo, la purificación de la mente y el perdón elimina la causa profunda que origina la enfermedad.
La garganta empieza a doler, trato en vano de retroceder a mi estado normal, pero la sonrisa se ausenta. Guardo mis cosas y camino plácido sobre el terraplén, es hora de volver a casa.
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