Salvador Muñoz / Ariel me enseñó a hacer “palomas” o “cuetes”. Su padre trabajaba en la estación de Ferrocarril y por ende, el acceso a los petardos era fácil para nosotros. No sé si los que yo conseguía eran del abuelo que fue ferrocarrilero o de mi tío que también lo era. Conseguir papel periódico tampoco era tarea complicada. El “Esto”, especializado en deportes, era el que había en casa. Un poco de pegamento blanco revuelto con algo de pólvora y un hilo de cáñamo eran suficientes para hacer nuestras “mechas”. ¡Ya teníamos nuestras “palomas”! Por supuesto, las hacíamos grandes, gigantes, y buscábamos botes que con su explosión, surcaran los cielos.
II
Igual hacíamos algo parecido a los hoy famosos Globos de Cantolla pero muy rudimentarios. Tomábamos pliegos de periódicos, torcíamos las cuatro puntas al centro y prendíamos fuego… nosotros las llamábamos “Brujas” porque creíamos que así debían verse, de acuerdo al efecto que en nuestro imaginario se dibujaban, producto de las leyendas que nos contaban los adultos. De lo que hasta aquí cuento, creo que tendría unos doce años de edad…
Más chico, recuerdo a un muchacho que le decían “El Canalla”, personaje de una novela de “Lágrimas y Risas”. El Canalla se subía a una de las ramas más altas de un árbol cargando una piedra que para mi edad, se me hacía enorme… tanto el árbol como la piedra. Mientras, abajo, alguien colocaba un petardo en el suelo, y encima de éste, una piedra, de preferencia aplanada. La idea era que el Canalla soltara desde lo alto, su piedra y reventara el petardo…
Poco nos interesaban los juegos pirotécnicos, ésos de luces radiantes esparciéndose en el cielo… nos atraía el ruido, la explosión, la fuerza de los petardos…
III
La primera advertencia la vi con mi progenitora en el cine, en una película… a lo mejor recuerdan esa historia de la madre que con su hijo tuerto va en una peregrinación al Santuario de la Virgen de San Juan de los Lagos. La señora pide el milagro para que su hijo deje de ser tuerto. Uno, dos, tres… ¡Tuerto es! Mientras, en el cielo, reventaban luces multicolores y el pequeño, con su único ojo, observaba fascinado la pirotecnia, hasta que una varilla de uno de los cohetones, se le clava en el ojo sano… la Virgen había obrado el milagro… el niño dejó de ser tuerto para ser ahora ciego.
IV
Creo que tendría como catorce años. Estaba en mi recámara. Tomé un enorme cenicero de vidrio macizo que usé como mortero donde deposité el contenido de dos petardos. Puse laca, sustancia que utilizaban para darle brillo al calzado y revolví con la pólvora. Puse algo de perfume de los productos Avon que vendía mi madre… no sé qué pretendía con ello pero revolví cualquier cosa que me pareciera flamable hasta que entonces vi que la sustancia que tenía en mi cenicero-mortero se ponía dura cual yeso… fui a la cocina por los cerillos. Prendí un fósforo y lo arrojé sobre mi experimento. Un estruendo fugaz fue lo único que escuché porque de ahí vino un largo zumbido en los oídos, no alcanzaba a moverme y una densa nube de humo invadía mi recámara. El cenicero había desaparecido… se pulverizó. Mi cuñado entró corriendo a la recámara y me sacó, tanto de ese cuarto como de mi estado de estupefacción… me preguntó qué había pasado y creo que le platiqué a grandes rasgos lo sucedido, mientras que afuera, los vecinos pensaban que había explotado un tanque de gas.
IV
Yo insisto en que no oigo bien. El otorrinolaringólogo que me revisó dice que estoy en perfectas condiciones. Un amigo me decía que quizás mi oído se acostumbró a escuchar en “alto volumen”, por lo que el “hablar en voz baja” me cueste trabajo. Siempre he creído que mi leve sordera es el precio que tuve que pagar por la suerte de que esa ocasión no me haya volado la mano, no haya perdido un ojo, no me hubiera pasado nada…
Dejé de hacer “Palomas” o “cuetes”… dejé de hacer “experimentos” con pólvora… empecé a rechazar cualquier cosa que tenga que ver con la pirotecnia y lamentar casos de padres con sus hijos echando “cuetes” para celebrar a la Virgencita morena, a la Navidad y al Año Nuevo, como si tentaran a la suerte para que en ellos se obre un nuevo portento: Perdió un dedo, pudo perder la mano ¡milagro! Perdió un ojo, pudo quedar ciego ¡Milagro!
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