Aurelio Contreras Moreno / Borrado del mapa en las últimas elecciones, destrozado por sus pugnas y traiciones internas, abandonado por sus principales figuras, hundido en el desprestigio por sus corruptelas y hasta perdida su identidad como partido de izquierda, el PRD ya está muerto como opción política, aunque sus líderes no quieren darse cuenta.
Tras el espejismo de que sus alianzas con el partido de la derecha, Acción Nacional, le permitirían sobrevivir e incluso acceder a nuevas parcelas de poder, el Partido de la Revolución Democrática quedó reducido al nivel de un mero cascarón roto, al que lo que aún tiene dentro se le desborda por sus numerosas grietas.
La debacle del PRD no es algo nuevo. Comenzó desde que fue secuestrado por una de sus “tribus”, Nueva Izquierda, mejor conocida como “Los Chuchos”, cuyo rampante pragmatismo terminó por aniquilarlo, mientras que su militancia comenzó a migrar hacia Morena, donde, curiosamente, reproducen muchas de las mismas taras que determinaron la suerte del partido del sol azteca.
De haber estado en la antesala del poder presidencial en 2006, gracias a la figura de Andrés Manuel López Obrador, el perredismo se perdió a sí mismo cuando a partir de 2012 decidió hacer alianzas con el peñismo y el panismo, apoyando la agenda del primero y colgándose electoralmente del segundo en aras de asegurar su supervivencia, habida cuenta de la ruptura que para entonces ya existía y era evidente entre “Los Chuchos” y el lopezobradorismo.
La jugada parecía que le había salido bien al PRD. Ganaron elecciones legislativas y estatales en alianza con el PAN, como fue el caso de Veracruz en 2016, y se colocaron en posiciones de poder, con lo cual justificaban haber apoyado políticas que van en contra de la naturaleza de un partido verdaderamente de izquierda. Pero eso era lo que menos les importaba.
Cegados, disfrutando de las mieles de los cargos públicos y del acceso al presupuesto, no quisieron ver la avalancha que se venía y que terminó por arrollar al partido que unificó a la izquierda mexicana a finales de los 80 y que acabó transfigurado en una triste comparsa de intereses ajenos.
Tras los comicios del 1 de julio pasado, en los que el malestar ciudadano se decantó en favor de una aparente ruptura del sistema político vigente y le otorgó plenos poderes al lopezobradorismo en todos los órdenes de gobierno, el PRD quedó desmantelado, reducido a su mínima expresión. Peor aún que el PRI, que fue el principal destinatario del mensaje de las urnas. De hecho, conservó el registro de milagro.
Ante lo evidente, los administradores de lo que quedó del perredismo ahora hablan de una refundación. El fin de semana, el ex dirigente nacional Jesús Zambrano declaró –aunque luego se intentó retractar- que “estamos ya trabajando en la creación de un nuevo partido, con sus nuevos estatutos. Y estamos haciendo lo mismo que hizo el PMT y PSUM: entregar el registro para un nuevo instituto político. Los diferentes liderazgos al interior del partido están convencidos que ésa es la opción”.
Prácticamente, Zambrano extendió el acta de defunción de un partido que en este momento está despidiendo a su personal operativo por falta de liquidez financiera, y al cual ya lo abandonaron sus “amigos” del PAN, donde anunciaron que se terminó su alianza política.
México necesitaría contar con una izquierda partidaria plural, democrática e incluyente, premisas que tampoco se cumplen en Morena, donde la verticalidad autoritaria marca el derrotero para la toma de decisiones, que tampoco se alejan del peor pragmatismo. Pero un mero cambio de nombre y de logos del agónico PRD tampoco es una alternativa para la expresión y promoción de una agenda verdaderamente progresista, sino solamente otra maroma para seguir sangrando al erario.
La izquierda en México está huérfana. Gracias a quienes supuestamente la representaban.
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