Édgar Landa Hernández / Aroma que da vida. Ilusiones que se esparcen entre la exuberante vegetación. Verde, del verde que se entrelaza con el chorro de agua que emerge de la montaña. Creando el ensueño de una ilusión desdeñada.
Caminos hechos de piedras con figuras geométricas, cada una guardando una posición estratégica. Huellas que perduran a través del tiempo, únicamente esculpiéndose en la mente de viandantes, de gente que busca más allá del dominio terrenal, cuando busca en el cielo las respuestas a las incertidumbres.
Dentro del gran latifundio el paisaje se amplía, reviste misticismo de historias que coadyuvan a la tradición, a leyendas rurales que a lo largo del tiempo prosiguen sembrando suspiros, finalizando en fábulas de ternura.
Conforme avanza la ruta, los ojos se empapan de la fragancia de la naturaleza, la maleza y flores son el efluvio de lo divino, de lo que no se ve, ¡pero se siente! En lo alto, entre las densas nubes y pequeñas máculas en el corte celestial: un ave planea con sus alas extendidas, pareciera que agradece, por su vuelo, por sus enormes alas que le permiten disfrutar desde las alturas, ¡de repente! se desaparece y la sonrisa prosigue.
Y enfrente: la enorme cascada que en fuerzas descomunales se deja caer por el risco envolviéndose en miles de litros de agua creando un sonido espectacular, hasta perderse en la desembocadura de un río furioso que se pierde en la nada, en el todo, en el torrente inaudito de una percepción dominante.
Un recuerdo, una vivencia que se queda por siempre en la mente, en el corazón de un ser que ama la vida, de un ser que se hace llamar, “El Enamorado de la vida”
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