El maestro José Manuel Recillas recuerda a Huberto Batis

José Manuel Recillas y Huberto Batis FOTO: ESPECIAL
- en Carrusel, Cultura

José Manuel Recillas (articulista invitado) / [A propósito del lamentable fallecimiento del poeta, escritor y editor Huberto Batis, retomamos el texto “El legado de Huberto Batis” del maestro y poeta José Manuel Recillas (Premio Nacional de Ensayo Crítico “Evodio Escalante” 2016) donde retrata de manera excelente al mítico director del suplemento cultural Sábado de Unomásuno, un personaje de la vida cultura de nuestro país que vale la pena conocer.]

El legado de Huberto Batis como editor, director del suplemento cultural sábado de unomásuno y subdirector editorial del mismo, Agent provocateur, investigador, bibliómano, fotógrafo, promotor, animador, polemista cultural, profesor universitario, conversador incansable, es aún difícil de poder medir en su justa dimensión. Empecé a trabajar en la Redacción de sábado de manera fortuita unos días antes del llamado “error de diciembre” de 1994 y lo abandoné a mediados de 1998. Pero supe de Batis y de su suplemento casi desde 1990, cuando el director del suplemento El sol de México en la cultura, Luis Ángel Martínez Díez, donde yo colaboraba, nos hablaba constantemente de aquel suplemento legendario y prestigioso como ninguno. Solía decirnos: “Uno pagaría por salir publicado en sus páginas”.

Cuando a Octavio Paz le dieron el premio Nobel de literatura en 1990, coordiné el número especial que le dedicamos al poeta mexicano, y cuando el número estuvo listo y editado, Martínez Díez me pidió que se lo llevase a Batis para presentárselo. En la portada estaba un bello cuadro de Fernando Andrade Cancino donde se veía a Octavio Paz y Sor Juana tomando un café en una mesa redonda. Bastó una vista para que Batis repusiera: “¡Mira qué cabrón Paz! ¡Le está metiendo la mano a Sor Juana!” En ese instante reparé en que nadie de nosotros en el suplemento se había percatado en que Paz sostenía con una mano su café, llevándolo hacia sus labios, mientras la otra se deslizaba debajo del mantel hacia los muslos de la monja. No recuerdo mucho de ese primer encuentro con Batis salvo ese descubrimiento, que podía ser leído de varias formas, una de ellas literal, las otras simbólicas: Paz metiéndole mano a Sor Juana, pues la crítica especializada, la sorjuanista y la histórica, había sido muy severa con Las trampas de la fe, pero al no salir de la academia la mayoría pasó sin mayores consecuencias para el poeta laureado.

Posteriormente volví a llevarle una reseña sobre Ante los demonios y un ensayo sobre Pasado presente, de Juan García Ponce. Originalmente los había escrito para el suplemento de Martínez Díez, pero sorprendentemente me dijo: “Llévaselos a Batis, son textos para sábado”. No recuerdo haberme topado con un director de un suplemento que te sugiriera le enviaras tus mejores textos a otro y no le importase. Por el contrario, estoy convencido que Martínez-Díez entendía que uno debe buscar no sólo el mejor camino, sino que de alguna manera velaba por mis mejores intereses al sugerirme constantemente me fuera con Batis. Ambos textos fueron mis primeras colaboraciones para sábado, y Martínez-Díez los presumía con gran orgullo como si hubiesen sido suyos.

Llegué a sábado por casualidad, sin buscar trabajar en sus páginas, en 1994, ya siendo un fiel lector de sus páginas. No seré el primero, ni el último, en recordar el hecho insólito de que un suplemento cultural tuviese que comprarse por adelantado desde el día anterior si deseaba uno tener su ejemplar. Pero tal vez sí sea el primero en señalar que es una lástima que ningún investigador social o de la cultura mexicana haya reparado en ese fenómeno ni haya hecho el menor esfuerzo por estudiarlo, analizarlo y explicarlo, más allá de las hipótesis que los propios lectores y colaboradores hemos barajado para explicarlo.

Se trataba de un síntoma sociocultural de grandes dimensiones que tenía que ver con eso que podría llamarse cosmovisión batisiana, heredera, indudablemente, de su conocimiento de la cultura mexicana, y de su trabajo editorial de rescate de los índices de El Renacimiento, el legendario diario fundado por el padre de la literatura nacional, Ignacio Manuel Altamirano, el cual podría considerarse el ejemplo o modelo seguido por Batis en sábado. Pero se trata, repito, de una especulación. No tengo realmente forma de demostrarlo.

A mi llegada a la mesa de corrección del suplemento, lo primero que hice fue contar el número de cuartillas que publicaba. Con variantes, iban de 300 a 400, dependiendo del número de fotos, los anuncios y otras cuestiones, las cuales había que leer al menos dos veces completas, y una muy por encima buscando yerros tipográficos como viudas y otras. Es decir, en una semana leíamos unas 750 cuartillas. El otro asunto era meramente tipográfico y se puede resumir en las siguientes proporciones: 24, 18, 16, 10, 8, correspondiente al tipo arial de la letra para cabezas, créditos de autores, encabezados, texto general, y notas a pie de página y créditos de fotografía, respectivamente. Cuatro años de lidiar con la tipografía del suplemento hacen inolvidables dichas proporciones.

Especulando sobre las enseñanzas que Batis recogió de El Renacimiento, podría suponerse que decidió abrir las páginas del suplemento no sólo a los escritores, fueran jóvenes o consagrados, sino a los académicos tanto como a los lectores mismos, y ejercía el derecho de réplica como pocos, antes de que incluso se hablase de ello en las páginas. Asumo que su visión era la de la responsabilidad: quien escribe debe responsabilizarse por sus palabras, tanto como el lector, quien podía cuestionarlo, siempre y cuando compartiese la misma responsabilidad que aquél. Es decir, viendo en retrospectiva — siempre reconociendo que se trata de una mera especulación — se trató de una decisión inusual, pero que le mereció la fidelidad de sus lectores, que no era la pequeña y usual camarilla de colegas y amigos sino una extensa gama de posibles interlocutores, pues Batis quería o buscaba esa interacción entre participantes que ahora las redes sociales parecen ofrecer de manera incompleta y limitada. No deseaba que la reflexión o el texto literario o crítico cayesen en ese limbo que es la suposición de lectores sumisos, pasivos, cuya única función es adquirir el suplemento sin participar realmente — algo muy parecido a lo que vemos en la llamada democracia mexicana de entre siglos — . Eso fue derecho de réplica en su más amplia acepción, sin legislación de por medio.

Al mismo tiempo, Batis horizontalizó — es decir, democratizó — el espacio en el suplemento, pues al lado de brillantes ensayos especializados — antropología y múltiples especialistas en el mundo novohispano, artes plásticas, hermenéutica, filosofía, etcétera — convivían cuentos, poemas, reseñas de libros, obras de danza o teatro, cine, crónicas de viaje — un género, la crónica, que a Batis le interesaba sobremanera recuperar y mantener vivo, tanto en las páginas del suplemento como en las del periódico — , relatos aforísticos, crónicas eróticas, textos de la más diversa índole, conviviendo la llamada alta cultura del especialista con la cultura popular: crónicas gastronómicas — una columna en el diario, una de las más hilarantes y originales que hayan existido, se llamaba “Guía del gourmet underground” — , cinematográficas, de revistas cinematográficas, eróticas, de la farándula de la era dorada del cine mexicano.

Los textos que más quedaron en la memoria de muchos lectores fue la sección que Batis llamó Desolladero, y en cuyo espacio no hubo prácticamente ningún colaborador que tarde o temprano cayese en él, ni siquiera yo. Ocasionalmente empezaban con un tono comedido, pero en menos de lo que alguien negaría a Jesús tres veces, terminaban en refriegas campales, algunas memorables y otras tristemente célebres. De allí salían apodos, ataques, a veces alguno de los ofendidos tiraba la toalla. Pero el sentido real del Desolladero no era el de la refriega total, sino la de hacer que los pleitos y discusiones que casi siempre se dan en círculos cerrados salieran a la luz: no que se tramaran pleitos y discusiones en las sombras de cualesquiera círculos intelectuales o académicos imaginables, sino que se discutiera en el proscenio, frente a todos los lectores, quienes a veces solían terciar. No todos los Desolladeros eran batallas campales, hubo muchos brillantísimos, algunos no con el mejor lenguaje, pero no hubo personaje de la alta cultura que no se viera involucrado en alguna de tales diatribas.

Sin duda, uno de los resultados no previstos era el morbo. Muchos buscaban el suplemento para enterarse o seguir el más reciente pleito. Autores que no estaban de acuerdo con una reseña, con un ensayo, con una opinión. Incluso algunos usaron el Desolladero como trampolín. Lo lamentable es que la mayoría sólo recuerde su aspecto polémico y no el hecho de que Batis hubiese permitido que los acres rencores que solían suceder en los pasillos de la República de las Letras pasaran a un primer plano y fueran asunto de interés público. También hubo reconciliaciones, y una de ellas me involucró a mí con Miguel Ángel Díaz Monges. Sin importar el motivo de nuestra inicial diferencia, y el pleito resultante y altisonante, fue un texto suyo en su columna “En el retrete del mosto” en la que escribió una conmovedora crónica del nacimiento de su hijo, lo que hizo que decidiera reconciliarme en público con él, pese a una discusión realmente torpe y sin sentido, lo cual indica que había también un sentido humano en ese espacio que a veces, por el morbo o la virulencia de los ataques, hacía perderlo de vista. Y eso es otro aspecto a resaltar de los desolladeros: no sólo se trató de sacar a la vida pública discusiones y pleitos que antes sucedían en las catacumbas o en los pasillos, sino también de humanizar a los participantes, aunque a veces el resultado fuese mostrar el lado repugnante, monstruoso, que todos buscan ocultar.

De cierta forma, los desolladeros tuvieron una función terapéutica en su sentido junguiano más estricto: mostrar la sombra, el lado oscuro que nos negamos a ver, y que ahora las redes sociales suelen mostrar en todas sus facetas y a veces en toda su crudeza. Pienso que ese aspecto, iluminar nuestro lado monstruoso, ése que a diario negamos, con el que hay que luchar para controlar, es un mérito no escaso. Nos mostró humanos en todas sus páginas: desde lo mejor de esa comunidad en los magníficos ensayos que reproducía semana a semana, traducciones y entrevistas, hasta las más desagradables bajezas en ataques e insultos. Porque somos humanos no sólo cuando nos enorgullecemos de un texto brillantemente escrito, polémico, cuando ofrecemos nuestro mejor rostro, sino también cuando en el maremágnum de las pasiones somos arrastrados por nuestros más bajos instintos, por deseos homicidas incluso a través de la palabra, para vejar al contrario sin percatarnos del lodo y la inmundicia que nos rodea. No dejamos de ser seres humanos incluso en la bajeza, en la derrota. Si eso no es un mérito, aunque no nos guste, no sé qué pueda serlo.

Batis mostró el complejo rostro de nuestra República de las Letras, incluidos sus lectores. Y muchas veces no nos gustó el rostro deforme que asomaba desde ese espejo enorme que fue sábado. Aún hoy, resuenan en mi mente aquellas palabras con que José Luis Martínez acompañó un ensayo, que Batis, como no podía ser de otra manera, reprodujo en primera plana en el suplemento, “Aportaciones culturales mexicanas al mundo”, y que, al revisar la plana con su equipo, nos compartió, palabras más, palabras menos: “Los intelectuales del país no te perdonan que hayas llenado sábado de desolladeros, de textos indignos, de fotos de mujeres en paños menores”. Tan no se lo perdonó, que al cumplir veinte años unomásunosábado no recibió una sola carta institucional felicitándolo. Esperar que algún intelectual lo hiciera hubiera sido pecar de ingenuos, pero todo el aparato cultural, en bloque, decidió castigarlo con el látigo de su desprecio, de su silencio. Allí también, como un espejo implacable, sábado reflejó el rostro mezquino, poco generoso, vengativo a su manera, del mundo cultural que en todo momento se veía reflejado en sus páginas, y que en aquel entonces denuncié en un texto que Batis me pidió y no apareció sino hasta el número siguiente. Mejor suerte corrieron otros suplementos con menos años. A Batis no le perdonaron, tal como le dijo Martínez, su atrevimiento.

Los cuatro años que pasé en la mesa de Redacción de sábado no fueron los más felices de mi vida. Durante años le achaqué la culpa al propio Batis, con quien tuve siempre una relación distante, casi hostil. Hoy sé que parte de esa infelicidad se debía no a él, sino a un infierno que me consumió casi toda esa década: la depresión. Me he referido a ello en el epílogo a mi libro El sueño del alquimista (El Dragón Rojo, 2015), y no abundaré más. El lector interesado puede acudir a sus páginas y enterarse allí. Pero al saber qué es lo que sucedía conmigo aprendí a ver esos años de manera distinta, más comprensiva, no sé si más compasiva. Finalmente, pude restablecer mi amistad con quien considero mi mentor y un amigo muy querido y admirado, y a quien he dedicado dos poemas extensos, uno de ellos ocupa una sección entera del mencionado libro. Le he dedicado otro libro que espero vea la luz pronto.

Al revisar esos años en que lo veía en su oficina casi a diario lo puedo hacer con otra luz, no la del amargado de aquellos años, sino con la del hombre agradecido de ahora, y valoro sus enseñanzas y lo que llamo sus lecciones y exámenes cotidianos cuando, a la hora del cierre, íbamos a su oficina a que nos examinara, una vez más, para saber si ya estábamos listos. Y cada semana era un nuevo examen, que después se transformó en autoexamen. No podría estar más agradecido con él por esas constantes pruebas que nos ponía. Sé que reprobé el examen incontables ocasiones, pero sé también cuándo lo aprobé. Y creo que él lo supo y lo sabe aún ahora. Fue cerca de mi despedida de sábado, en que Batis había elegido una crucifixión de Cristo para ilustrar ya no recuerdo qué ensayo, pero no tenía el crédito del cuadro. Le habló a medio mundo para describirle el cuadro en cuestión, y sus interlocutores le daban nombres que Batis desacreditaba inmediatamente, y afirmaba que era de El Greco. El día de cierre, al ver la plana, preguntó por qué no le habíamos puesto el crédito. No estábamos muy convencidos de que esa fuera la autoría, pero Batis tomó una pluma y empezó a escribir, y dijo en voz alta: “Doménico Teotocópulis, El Greco”, a lo que yo dije: “Con acento en la ‘o’, ¿verdad?” No sé si así sucedió, pero así recuerdo la siguiente imagen: Batis, desde su asiento volteó a verme con mirada homicida, como si estuviera a punto de gritarme “¡Qué pendejada acabas de decir!”, y en un instante volvió al pliego de hoja y dijo: “Sí, con acento en la ‘o’, porque si no, tendría que ser con ‘Th’.” Supe que, finalmente, había aprobado el examen que semana a semana nos aplicaba. Y le estoy agradecido por ello.

Durante mis cuatro años en la trinchera de sábado escribí reseñas de libros y de discos, algunos ensayos, unas pocas traducciones, uno o dos poemas, uno dedicado a la muerte de mi padre en 1996, y leí textos admirables, y otros no tanto, que con el tiempo aprendí a valorar. Pero por sobre todo, aprendí el trabajo periodístico y de cuidado editorial con el maestro más riguroso que uno podría imaginar. No fue una relación sencilla, y sé que muchos de sus arrebatos de temperamento se debían a la doble responsabilidad que llevaba sobre sus hombros. Como ya señalé, todo mundo sabía que él era el director de sábado; lo que menos saben es que también era el subdirector editorial del unomásuno. Los jueves y viernes nos tocaba, además de revisar las incipientes planas del suplemento, revisar y corregir los textos de las columnas que el diario publicaría el fin de semana, y esas revisiones pasaban por manos no sólo de Batis, sino por supuesto del director del diario. Nos tocaba en ocasiones revisar los editoriales del diario, y a veces incluso de otros suplementos.

He señalado cómo el medio cultural se comportó de una forma mezquina con Batis y con el suplemento en su vigésimo aniversario al aplicarle la ley del hielo. No ha sido la única ofensa y que debería ser reparada, aunque no sirva de mucho ya. Pero hay algo que es aún tan o más importante aún, y que apenas apunté líneas arriba. Si Batis fue pródigo con la Academia, a la que yo criticaba constantemente, es increíble que ésta no haya dedicado espacio a estudiar el impacto de su suplemento, pero no sólo el suyo. De los suplementos en general.

Sí, recuerdo haberle dicho a un amigo alguna vez, respecto de aquella década ominosa y terrible para mí, que, pese a todo, habíamos vivido en el paraíso y nunca nos enteramos. Y de ese tiempo venturoso de los suplementos culturales, tan venturoso que eran menos los diarios que no tenían uno que los que sí, no hay siquiera una monografía descriptiva. No ha habido un solo académico, un solo profesor-investigador que haya intentado entrevistar a los testigos de esa época, a los muchos o pocos que desde la trinchera aún quedan. Tal vez esperan que se muera una generación entera de testigos para justificar su abulia y apatía. No se diga de documentalistas. Cuando se haya perdido todo y no haya manera de sacar el retrato de una época cultural gloriosa será demasiado tarde. Batis siempre se enojaba conmigo por mi postura crítica sobre el papel de la Academia — de la cual, ciertamente, he aprendido, o intentado aprender protocolos y procedimientos de investigación — , pero creo que en esta ocasión, probablemente estaría de acuerdo conmigo.

Dije al principio que tal vez sea difícil medir el peso del legado que nos deja Huberto Batis en virtud de la falta de estudios. Muchas cosas se perdieron con el paso del tiempo, principalmente materiales. Se institucionalizó la cultura y se estratificó al tiempo que muchas de sus manifestaciones se invisibilizaron. He pensado en que esa invisibilización ha contribuido a la generalización de la violencia y la deshumanización del país. Este no es el país que nos lega Huberto Batis, ni sus colegas y contrapartes. Por eso su silencio, aún hoy, es tan ofensivo y grosero. Lo diré en primera persona: tengo hipótesis sobre muchos asuntos de esa época, hipótesis que buscan explicar lo que hasta cierto punto me parece inexplicable. Sé que hay otros amigos y colegas que tienen explicaciones, y tal vez a ellos les funcione. Desearía que la Academia le retribuyera a Batis los muchos espacios que le abrió a lo largo de una vida productiva y generosa con estudios, reflexiones, investigaciones que nos aclararan el paisaje de aquellos días, así fuera sólo para refutarlos, o, como Batis seguramente querría, para vernos reflejados, en toda nuestra grandeza, en toda nuestra miseria, en toda nuestra debilidad, en toda nuestra hermosa y doliente humanidad.

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