Aurelio Contreras Moreno / La discusión sobre las consultas populares que el próximo régimen piensa aplicar para abordar temas sobre los que no quiere pronunciarse directamente o cuya decisión -previamente tomada- legitimará por esa vía, versa para muchos sobre si se trata del “no va más” de la verdadera democracia.
En una entrega anterior de la Rúbrica, se criticó la compulsión del próximo Presidente de México por la “consultitis” -el someter cualquier cosa a consulta del “pueblo”- como una vía para evadir su responsabilidad en la toma de decisiones sobre temas espinosos y polémicos, cuya definición implique para el gobernante asumir necesariamente un costo, en un sentido o en otro.
Esto a raíz del anuncio del mandatario electo, Andrés Manuel López Obrador, de que la construcción de lo que sería el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México se someterá a consulta ciudadana el próximo 28 de octubre, tras conocerse el resultado de un estudio mandado a hacer por su propio equipo en el que su propuesta alternativa de habilitar como terminal aérea la base militar de Santa Lucía, en la misma capital del país, es inviable técnica y operativamente.
Más allá de la consideración misma sobre el tema específico del aeropuerto, los argumentos en favor de esta iniciativa sostienen que se tratará de un novedoso ejercicio de democracia participativa, en el que se escuchará la voz de la gente para arribar a una decisión final.
El sistema político mexicano y su entramado institucional están diseñados como una forma de democracia representativa, que de acuerdo con la definición del Sistema de Información Legislativa del Congreso de la Unión, es “el tipo de democracia en el que el poder político procede del pueblo pero no es ejercido por él, sino por sus representantes, elegidos por medio del voto (…). Es común que en los regímenes democráticos actuales se considere una forma para ejercer el poder político democrático en sociedades de masas, argumentando que permite una decisión eficaz por un número suficientemente pequeño de personas en nombre del mayor número”.
A su vez, la democracia participativa es entendida como “el derecho de las personas a incidir, individual o colectivamente, en las decisiones públicas y en la formulación, ejecución, evaluación y control del ejercicio de la función pública”.
Pero lo que en realidad se plantea es la aplicación de la figura de la democracia directa, que es “un modelo utópico de participación de la mayoría” en el que “los ciudadanos intervienen en el debate y en las decisiones que afectarán sus vidas (…). Es entendida como ‘gobierno directo’ mediante consultas, deliberaciones y/o asambleas de asociados. Tienen ellos el derecho a juzgar, proponer, aprobar o vetar leyes y son quienes de derecho y de hecho ejercen el poder unitaria/colectivamente”.
¿Lo tendencia del régimen entrante es verdaderamente hacia la aplicación de estas dos figuras de democracia? No necesariamente. En ningún momento está renunciando a la preponderancia de los partidos políticos, actores centrales de la democracia representativa, en la conducción del país. Al contrario, la mayoría abrumadora que tendrá el próximo gobierno en el Congreso de la Unión le dará un margen de maniobra en el que no necesita construir consensos con nadie más. Podrá sacar adelante las reformas legales que desee por lo menos durante los próximos tres años.
Conocer y tomar en cuenta la opinión de la ciudadanía sobre asuntos de interés público es, sin duda, positivo y democrático, cuando su intención es incluyente.
Sin embargo, el lopezobradorismo sólo propone someter a consulta temas en los que tiene un dictamen técnico en contra (como el del aeropuerto) o que le pueden generar enfrentamientos con poderes fácticos como el de la Iglesia (verbigracia, la ampliación de causales para la interrupción de un embarazo, las bodas entre personas del mismo sexo).
En cambio, no ha mostrado intención alguna por pedir la opinión de los ciudadanos sobre la construcción del “tren maya” (su megaproyecto para el desarrollo turístico de esa región, que impactará irremediablemente en el entorno ecológico) o acerca de la descentralización de las dependencias de la administración pública federal a los estados (que afectará brutalmente en su trabajo y/o en sus relaciones familiares a los trabajadores de las mismas), por citar dos ejemplos.
Lo cierto es que pedirle a la población que “decida” sobre asuntos sobre los que no tiene el mínimo conocimiento -como las necesidades técnicas de una terminal aérea- pero sí una idea preconcebida –o mejor dicho, prejuiciada- gracias a la propaganda, además de irresponsable, es completamente tramposo. Y hacerlo sobre temas que implican el reconocimiento o no de derechos humanos es sencillamente abominable.
Eso no es democracia. Es pura y dura demagogia.
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