Los libros viajan con uno

La lectura, los libros y los viajes FOTO: WEB
Con motivo del Día Internacional del Libro, el escritor Armando Ortiz nos relata sus anécdotas con este instrumento de la memoria

Armando Ortiz / En mi escritorio siempre tengo libros a la mano. A veces me tropiezo con ellos, otras veces me paso las tardes buscando algún título que contenga alguna cita que pueda justificar lo que digo, o que pueda sostener el argumento de lo que escribo. En esa búsqueda que realizo muchas veces no encuentro lo que busco, antes bien siempre me encuentro con lo que no busco. En mi casa los libros son como piedras preciosas que se amontonan por todos lados. Tengo libros en el librero (por supuesto), en la sala, atrás del televisor, a un lado del teléfono, en la recámara, en el comedor; tengo libros en el sanitario y hasta en la cajuela de mi auto tengo libros.

Los libros han inundado mi vida. Mis primero libros fueron los de texto gratuito. El más entrañable siempre fue mi libro de lecturas en el que me aprendí de memoria el poema del peralito. Me fascinaba leer ese libro, ver las ilustraciones; cargarlo en mi mochila llena de útiles escolares no resultaba gravoso.

Apenas aprendí a leer busqué más libros. Recuerdo muy bien los relatos bíblicos del Gran Maestro o los dos volúmenes de Clásicos Universales que se seguían editando muchos años después de que Vasconcelos lo hiciera en la segunda década del siglo pasado.

Esos dos volúmenes de color verde fueron mi primer encuentro con la literatura universal. Ahí estaba La Ilíada de Homero, los mitos griegos con sus dioses caprichosos; ahí estaba el elixir de amor de Tristán e Isolda, ahí estaba el Cid Campeador, el Quijote y Sancho Panza; ahí estaba Hoichi el desorejado y Eolo el de los vientos.

Por esos años mi madre nos dio permiso, a mi hermano y a mí, para ir de visita al rancho de unos tíos en Palo Blanco, cerca de Juchique de Ferrer. A mí me pareció la aventura de mi vida. El camión de entonces se hizo más de cinco horas para llegar. Como llegamos cerca de la noche los parientes que vivían al pie de la carretera nos montaron en un caballo que se sabía el camino al rancho. Mi hermano Rubén y yo llevamos los ojos cerrados todo el tiempo mientras el caballo cruzaba arroyos y atravesaba fincas de café; de todos modos llevar los ojos abiertos no hubiera servido de nada.

En un momento del trayecto el caballo se tomó su tiempo para beber agua. Los sonidos de la noche se nos pegaban a la piel dándonos la comezón del miedo. El ladrido de un perro y luego los gritos de unas personas hicieron que abriéramos los ojos, los primos de Palo Blanco nos recibieron alegres; pero nuestra Odisea apenas comenzaba.

En el rancho de Palo Blanco la luz eléctrica todavía no llegaba. Por las noches (cerca de las 8 pm) y después de cenar, nos juntábamos cerca de un quinqué de petróleo y nos poníamos a escuchar a mi tío abuelo Felipe, hombre de campo, recio como los árboles añosos. Yo tendría 12 años. Lo recuerdo porque ya iba a la secundaria y me había leído todo lo que me pusieran en el paso. Pero en mi memoria estaban frescas las historias leídas en los Clásicos Universales de Vasconcelos.

En ese tiempo yo no sabía para qué servía la literatura, es más, el concepto literatura todavía no entraba en mi cabeza. Yo sabía que leía historias en los libros, historias de personas que habían vivido antes que yo, en lugares lejanos. Pero en esas noches, a la luz de un quinqué, estando presentes mi hermano, mis primos y mi tío abuelo, comprendí por primera vez que los libros viajan con uno, que las historias se impregnan en la memoria del que las lee y como una fuente de agua fresca brotan de súbito.

En un momento de silencio, en esa semioscuridad, me puse a relatar las historias de mis libros, me puse a contar los detalles del amor de Tristán por Isolda, me puse a referir la aventura de don Quijote con los molinos de viento, me puse a relatar la tragedia de Hoichi el desorejado. A partir de esa noche, la reunión alrededor del quinqué, se daba para celebrar a la palabra, al libro que contenía esa palabra; pero entonces yo era muy chico y sólo me importaba contar historias.

Para los hablantes de lengua española el Día Internacional del Libro tiene su justificación en la fecha del entierro de don Miguel de Cervantes Saavedra, autor de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Algunos que nos quieren echar a perder la fiesta aseguran que Cervantes en realidad murió el 22 de abril y no el 23. Como quiera que sea la UNESCO determinó el 23 de abril como la fecha para conmemorar el Día Internacional del Libro, pues se afirma que en esa fecha coinciden tanto la muerte de William Shakespeare y el entierro de Cervantes.

Lo que debemos agradecer es que al menos un día al año se celebre al libro, recordando a dos grandes de la literatura universal, uno de lengua inglesa y otro de lengua española.

Eso ahora lo sé, pero hace más de 30 años, sin que lo dictara la UNESCO, ese niño que ya no soy, pero que a veces se asoma por la ventana de mis recuerdos, ya celebraba al libro, contando las historias que en ellos había leído, a la luz de un quinqué de petróleo que poco nos iluminaba; pero era mejor así, porque la luz que surgía de las historias contadas, con esa luz brillante nos bastaba.

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