Un cuento de Navidad. La señora Compton

Cena navideña FOTO: WEB
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Armando Ortiz / La señora Compton se aseguró de que la casa estuviera impecable. Las cortinas con motivos de navidad, los manteles en blanco y verde con simétricos copos de nieve, las carpetas de las mesas de la sala bordadas con pinos y las cubiertas de los muebles con paisajes nevados. En una esquina el enorme árbol natural brillaba intenso con sus decorados, los moños y los listones de color rojo y blanco y la estrella dorada en la punta; por supuesto la señora Compton no había olvidado el sanitario donde un Santa Claus recibía a los urgentes invitados con una sonrisa antes de levantar la tapa del retrete.

Si la sala estaba impecable para navidad, la mesa no podía ser menos. La señora Compton primero se ocupó de la cristalería. Sabía que se arriesgaba sacando las copas de cristal cortado, los platos de la abuela que habían sobrevivido al menos 50 navidades y los cubiertos que si bien no eran de plata, eran de ese acero de los mejores años de los hornos de Pittsburgh.

Pero en donde se había esmerado como nunca era en las ricas viandas: una deliciosa pierna envinada, un lomo mechado con frutos secos y un pavo relleno de embutidos y pan de centeno al que todavía le restaba una hora y media en el horno. Claro que no se olvidó de las pastas, las ensaladas, el puré de papa con tocino, la salsa de arándanos y las verduras al vapor. En una hielera grande ya tenía las botellas de vino espumoso, el jugo de manzana Martinelli para los que no toman alcohol, las sodas y las botellas de San Pellegrino. Su barra estaba surtida de las mejores bebidas: vino tinto, ron, whisky, vodka, tequila, brandy y una pequeña botella de coñac que tenía un sello de cera fundida, intacto; “la bebida que él prefiere”, pensó.

Entre los postres no podía faltar el pastel de frutos secos, la tarta de dulce de calabaza y una barra de chocolate. Por supuesto la señora Compton no sería previsora si no incluyera también el tradicional ponche de huevo para el final de la jornada.

Estaban por dar las siete de la noche, los invitados no tardarían en llegar. La señora Compton tenía bien sincronizado todo. Sabía que los primeros en llegar serían los Anderson, siempre eran los primeros en llegar, después los Taylor, los Finnegan y una vez que aparecieran los Webster el resto aparecería en tropel. La ventaja de los invitados de la señora Compton es que todo mundo conocía el lugar que le correspondía en esa casa, todo mundo sabía dónde buscar su bebida preferida, todo mundo sabía con quién conversar, con quien decir las mismas cosas cada navidad. El volumen de la música, sintonizada en la “Christmas Radio” permitía que todos se escucharan entre ellos al tiempo que Elvis Presley cantaba “Silent Night”.

Todos fueron llegando a casa de la señora Compton según lo esperado, como en una obra teatral ensayada desde hacía muchos años. Los Anderson con sus dos hijos rubios, los Taylor con la insoportable adolescente Madeleine y la pecosa Esther, los Finnegan con su hija que, aún en navidad, seguía hablando de trabajo con su novio y los Webster, un matrimonio de ancianos que acababa de celebrar sus bodas de oro. Como estaba programado, después de los Webster llegó el resto de invitados y la casa se llenó de algarabía y calor humano, afuera rondaban los 35 grados Fahrenheit; en el horno al pavo sólo le quedaban 20 minutos, tiempo suficiente para dos brindis más.

A eso de las 9 de la noche llegó Ryan, el único hijo de la señora Compton, un hombre que había dejado de ser joven de manera muy anticipada. A sus 30 años se veía avejentado por un extraño sobrepeso que no lo hacía ver gordo sino desinflado. Su rostro mostraba los rasgos de un joven inseguro, tenía un tic que lo obligaba a llevarse el dorso de la mano a la frente como si se limpiara un sudor inexistente.

La señora Compton fue una mujer muy ensimismada, que siempre se dedicó a su trabajo en la oficina de telégrafos. Toda su juventud la dedicó a las labores contables de una empresa de comunicación, no se dio tiempo para otra cosa. La señora Compton se volvió una obsesionada del orden, de los números exactos, de los resultados sin errores. Tal vez por eso durante la juventud poco se acordó del amor. La señora Compton llegó a ser gerente general de una de las sucursales de la Atlantic Telegraph Company a los 36 años; la mujer más joven en alcanzar ese puesto.

La primera mañana que ocupó ese puesto, una vez sentada frente a ese gran escritorio de cedro que brillaba como piedra pulida, tuvo una epifanía. Después de muchos años se sintió sola, realmente sola. Nunca había tenido tiempo para pensar en su soledad. Sus padres vivieron siempre a miles de kilómetros de distancia, no tenía familiares en la ciudad y las pocas personas que antes fueron sus amigos ese día se convirtieron en simples subordinados.

Mujer de números y ecuaciones la señora Compton calculó el tiempo que le restaba de fertilidad. En algunas revistas encontró que la mejor edad para tener un hijo era entre los 20 y 35 años, la señora Compton tenía entonces 36, ya estaba en la edad en donde tener un hijo representaba un gran riesgo.

La señora Compton no era una mujer deslumbrante pero algo de guapura había detrás de ese gesto de fiscalista. Después de hacer ciertos cálculos, de anotar en una libreta lo que parecía un plan bien diseñado, la señora Compton cambió de aspecto en menos de una semana. Estaba irreconocible, se veía como una mujer dignamente guapa. Sus ahora subordinados pensaron que el puesto se le había subido a la cabeza y que apenas llegó a ser de la clase dominante se dejó seducir por los salones de belleza, los spas y la ropa de marca. Lo que no sabían es que todo eso estaba en la libreta de la señora Compton. El siguiente paso era buscar marido.

La señora Compton buscó en la nómina de empleados a aquellos que tenían menos faltas de trabajo, a los más puntuales, los que tenían menos reportes y por supuesto que fueran solteros. La lista de 64 se redujo a 9. Entre esos 9 estaba un joven de 23 años llamado Daniel, quien había ingresado a la empresa apenas 11 meses atrás. Sólo tenía una falta justificada, pues tuvo que ir al entierro de su madre; huérfano, ese era otro punto a favor. La señora Compton lo llamó con cualquier excusa. El joven no era feo, sí, era más robusto de lo que esperaba; su aspecto era el de un oficinista bien arreglado, pulcro y metódico.

La señora Compton calculó bien el carácter del joven, lo acercó a la oficina gerencial. Todos los días lo llamaba pues le había encargado la contabilidad de una parte de la empresa. Entre estadísticas, cálculos y números fraccionarios la señora Compton se ocupó en seducirlo. El joven ni siquiera se dio cuenta de ello, pero cayó redondito; todo fue como si no tuviera manera de cambiar el resultado de esa ecuación; además, la señora Compton, 13 años mayor que él, le hablaba como lo hacía su madre quien había muerto un año y medio atrás.

La señora Compton se casó con él, ella de 38 años de edad, el de 25. Al siguiente año tuvieron a su único hijo. Después de 24 años de matrimonio, Daniel, su esposo de 49 años la dejó por una mujer de 25; ella acababa de cumplir los 62.

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