Armando Ortiz / Para mí hay dos clases de odio, uno es el que se siente por alguna persona, por algún objeto o por alguna entidad, un odio que es un sentimiento profundo de aversión y que guarda el deseo de que a la persona, objeto o entidad le suceda algo malo o uno mismo pueda causar algún daño. Hay otro odio que también entiendo, el odio a las cosas malas, ese rechazo que nos obliga a evitar esas acciones que sabemos causarán desgracias a los demás o a uno mismo.
El primer odio es el más común; la gente odia y desea causar daño a los demás por razones muy diversas: porque son diferentes, porque no piensan igual, porque piensan que ya antes esa persona le causó daño, por envidia y por encomienda; la gente paga para que lo odien a uno.
La semana pasada publiqué en el portal Libertad bajo Palabra y en algunos otros medios un artículo que venía trabajando de un tiempo atrás. El artículo tenía que ver con la tristeza y las aflicciones de un artista. Era un artículo que no buscaba polemizar, era un sentir, era una elegía o un ejercicio de catarsis que buscaba expulsar de un servidor la tristeza por un hecho recientemente ocurrido.
Me llamó la atención que entre los comentarios que pusieron había uno lleno de odio, firmado por supuesto por un anónimo, en el que me maldecía y me mandaba a chingar mi madre. Entonces me pregunté: ¿Qué mensaje leyó esa persona que lo impulsó a lanzar maldiciones contra alguien que abre su alma y muestra su corazón? Si leyeron el mensaje no hay una sólo crítica política, social o alguna posición partidista.
Me puse a revisar otros mensajes del mismo correo anónimo y me di cuenta que a otros columnistas, amigos entrañables, también les había escrito maldiciones e improperios. Cuando uno lee un mensaje no sólo está enterándose de la información que se emite en ese mensaje, sino que nuestra mente configura la personalidad del emisor. Al leer algunos de esos mensajes y otros de correos anónimos supuse a un sujeto lleno de rencor, un sujeto al que la desgracia lo alcanzó desde muy temprano sin darle tregua alguna.
Edgar Allan Poe imagina en su poema “El cuervo”, que la cantaleta “Nunca más” del ave que lo visita a medianoche debió ser aprendida de “un amo infortunado a quien desastre impío persiguió, acosó sin dar tregua hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido, hasta que las endechas de su esperanza llevaron sólo esa carga melancólica de ‘Nunca, nunca más’”.
Más tarde alguien me puso al tanto de que en la cibernética y las redes sociales hay un oficio que ejerce un grupo de personas a quienes se llama Trolls, y cuyo propósito es “provocar de manera intencionada a otros usuarios creando disparidades, controversias, debates sin sentido, mediante insultos o algún tipo de mensaje ofensivo”. Después me informaron que los políticos, los empresarios, los funcionarios públicos, el crimen organizado y hasta la iglesia se ha valido de los servicios de estos mercenarios del odio.
Me tranquilizó un poco saber que los mensajes de odio que me llegaron no fueran personales. No es que el sujeto que me mandaba los mensajes en realidad me quisiera maldecir o mandarme a chingar mi madre. Por supuesto no me tranquiliza saber que hay una persona que le esté pagando a ese sujeto y a otros para que entren a Libertad bajo Palabra y se pongan de manera automatizada a maldecir a un servidor y a mis compañeros columnistas.
Pero, ¿qué hay detrás de estas personas? ¿Hasta dónde ha llevado la necesidad a estas personas que se prestan para derramar odio por una paga que debo suponer no es muy alta? Y si fuera buena la paga, ¿merece la pena alquilarse como un mercenario del odio, aun sabiendo que parte de ese odio ensayado se queda en ellos? Los actores lo saben, después de interpretar mucho tiempo a Hamlet, el actor se convierte un poco en Hamlet; después de interpretar a una Lady Macbeth, la actriz se convierte un poco en Lady Macbeth. Los vecinos de Ron Ely, quien en los setenta interpretara a Tarzán, se quejaban de que el anciano actor se levantaba en las mañanas y lanzaba ese grito de guerra con el que iniciaba su programa.
Si eso pasa con esos sujetos, con esos Trolls, con esos mercenarios de odio, entonces son los sujetos más dignos de lástima. Por unos cuantos pesos dejan que su alma se pudra. ¿Sabrán esos sujetos que el que odia a su hermano poco a poco se adentra en la oscuridad? Qué pena que alguien se preste para odiar a pesar del riesgo de quedarse ciego de paz.
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