Armando Ortiz / Me decía mi amigo el artista: “No deja de sorprenderme el tamaño de mi debilidad. En ocasiones me siento tan vulnerable como el licenciado Vidriera, ese personaje de Cervantes que tenía que dormir en un montón de paja por temor a que cualquier movimiento brusco lo hiciera añicos”.
Si bien la fortaleza del artista radica en un espíritu que desnuda, que procesa cada instante y lo transmuta en arte, ahí mismo está su debilidad. Esa dualidad, ese estado positivo y negativo es lo que hace girar esa creatividad; el gozo y el dolor, el amor y el desamor, la fortuna y la desdicha. Todo junto forma un elixir que el artista está obligado a ingerir si es que quiere encontrar el camino de la inspiración.
Debemos reconocer que la tristeza, lo mismo que el dolor, purifica el alma. Por eso dice la Escritura que es mejor estar en la casa del duelo que en la casa del banquete. La tristeza se origina en lo más profundo de nuestros sentimientos. En ocasiones la tristeza brinda al artista una visión diáfana de la realidad. Por supuesto, estamos hablando de esa tristeza que se origina en el sentimiento de la pertenencia, en el deseo de formar parte de aquello que amamos, pero que no logramos conseguir.
Alguien dijo que las mejores obras de la literatura universal están basadas en la tristeza. De hecho, hay una Antología del Cuento Triste, pero no la hay una antología del cuento alegre. La tristeza junto con el amor, son esos temas universales que han fundado muchas de las literaturas de las diferentes culturas.
Claro, la tristeza requiere de una interpretación adecuada. De no haber interpretado así la tristeza, Chéjov hubiera sido un bufón melancólico, Katherine Mansfield una profetiza de la desolación y Raymond Carver un ingenuo pesimista. Los cuentos de estos tres, los últimos dos discípulos del primero, exploran en lo profundo de nuestro ser, en el contexto de nuestro entorno; exploran en nuestras alegrías que se transforman en fracasos. Anton Chéjov explora la estupidez humana y su relación con la desgracia oculta que vive la sociedad. Katherine Mansfield explora en lo cotidiano, en lo doméstico, en las relaciones que comienzan cuando en los cuentos de hadas se expresa esa gran mentira: “Y vivieron felices para siempre”. Raymond Carver explora nuestros límites, nuestros miedos, sus personajes están siempre en el filo del fracaso, otros contemplan desde el porche de su presente, los restos del naufragio.
La tristeza es entonces materia prima de la creación. Pero demasiada tristeza puede ser nociva y el artista no debe dejarse dominar por ella; demasiada tristeza inmoviliza al artista, demasiada tristeza lo aniquila.
Por desgracia tampoco se puede aspirar a la felicidad, estado utópico que no existe ni en la literatura. Cunado nacemos, la vida no hace ningún compromiso con nosotros; la vida no se compromete a brindarnos la felicidad. La vida, cuando nacemos, ya lo dijo José Alfredo, “comienza siempre llorando y así llorando se acaba”. Ante esta circunstancia lo único que podemos hacer es administrar nuestra infelicidad dándonos ciertos momentos de contentamiento. Sin embargo, en la administración de nuestra infelicidad, debemos encontrar mecanismos que nos hagan menos vulnerables. Si nos descuidamos estamos a merced de cualquiera. En ese estado de vulnerabilidad es recomendable, incluso, ser cauto con el amor, porque el amor sólo lo es un momento, un momento que se puede prolongar, pero que después se calcifica, se transmuta o se esfuma.
El artista suele tener dificultades para relacionarse con el ser amado. Para su desgracia el artista opta siempre por el rol de ser el amante, antes que ser el amado. Por lo regular la pareja del artista se acerca a éste porque lo admira; se deja sorprender por su personalidad, por su temperamento, por su obra. Así, el amado busca un cómodo discipulado en el que aporta casi nada, acaso simplemente la sensualidad, que no es poca cosa, la compañía y unas gotas de veneración. Cuando ese sorprendimiento, esa admiración se agota y se ve en el artista al hombre o mujer que es en realidad, cuando se ubica al creador en su verdadera dimensión, el amado recupera la noción de su mediocridad, se rinde al vértigo, y primero se avergüenza, igual que Adán al mirar su desnudez después de probar el fruto prohibido, más tarde se acompleja, para después sentirse expulsado del Paraíso. En ese momento el amado huye, huye de si mismo dejando al artista rumiando su tristeza.
Pero, ¿por qué el artista debe sentirse culpable del rompimiento? Acaso la mediocridad del amado habrá de invalidar el genio del amante. ¡Jamás sea así!
El artista tiene un convenio tácito con la tristeza; es un estigma, parte de su sino, es inherente, irrenunciable, de éste sólo se escapan aquellos que se desprenden de su arte, aquellos que dejan de ser artistas o aquellos que entendieron que, a pesar de su obra, nunca lo llegaron a ser del todo.
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