Armando Ortiz / Al final sólo quedaron 48 candidatos independientes que buscarán gobernar este país, México, un país lleno de contrastes y dificultades, lleno de intereses y de mezquindades; un país lleno de una clase política que sólo busca su propio beneficio. ¡Algunos no sabe ni a lo que le tiran! Otros ya saben que su propósito sólo es ser un simple distractor.
Pero a final de cuentas ¿qué es gobernar? ¿Qué significa conducir el destino de millones de personas? Para responder esta pregunta, ¿por qué no nos damos una vuelta por la literatura?
Sólo aquellos que le han negado la lectura a su vida ignoran las muchas aportaciones que ha brindado la literatura a las variadas facetas de la cultura humana. La psicología por ejemplo, se entiende gracias a los modelos que los estudiosos han utilizado de los patrones literarios. Edipo no sólo es un rey, también es un complejo, lo mismo que Elektra. El cuento “El hombre de arena” de Hoffmann, recoge nuestros temores infantiles, La metamorfosis de Kafka anticipa las angustias de un siglo XX que modificó en todos los aspectos la existencia del ser humano en la tierra.
Los gobernantes también se han valido de la literatura, algunos para mal, muy pocos para bien. El Príncipe de Maquiavelo se ha vuelto libro de texto para muchos políticos que aspiran a ser gobernantes. Hurgan en las páginas de un libro, escrito por un buen funcionario, que describió de manera muy audaz y exacta las formas de un gobernante cruel, despiadado e inmoral: César Borgia. Para esos políticos la máxima: «El fin justifica los medios», es su piedra de toque y el principio que habrá de regir su paso por la administración pública.
Pero pocos se han asomado a una joya de la literatura, en dónde se anotan los preceptos que debería seguir un verdadero gobernante. A mediados del siglo XX, exactamente en 1951, salió a la luz un texto que algunos críticos inmediatamente supusieron una novela, Memorias de Adriano de la escritora belga Marguerite Yourcenar. Aunque esté catalogada como una novela a mí no me lo parece. Si bien Memorias de Adriano relata parte de la vida del más esplendoroso de los emperadores romanos, Publio Elio Adriano, el texto es más bien un testamento, las reflexiones de un hombre ante el espectro de la muerte; Memorias de Adriano es una carta escrita donde el emperador expone a uno de sus sobrinos la trama intelectual y el soporte espiritual de sus acciones como ser humano y como gobernante.
El documento es el testimonio de una época, de un hombre que gobernó el imperio más grande de Europa en el segundo siglo de nuestra era. Sólo 21 años estuvo Adriano al frente de Roma, dos décadas que bastaron para que el esplendor de Roma regresara.
Pero hablemos de saber gobernar. Un gobernante en la actualidad no tiene ni la más remota idea de la responsabilidad que se echa a hombros. Un gobernante inexperto, llegado al poder por las conveniencias encubridoras de su antecesor, piensa que son sus méritos los que lo colocaron ahí.
Gobernar un pueblo es una responsabilidad inmensa. Gobernar significa brindar las oportunidades necesarias para que los ciudadanos que viven en la pobreza puedan realizar sus proyectos, por más sencillos que sean, por más complicados que resulten. Gobernar significa crear los mecanismos para que una sociedad transite en un justo equilibrio, sin quitar a los ricos la riqueza que tanto trabajo les ha costado, pero sin relegar a los pobres a una miseria que no merecen. Marguerite Yourcenar, en voz de Adriano lo expone de la siguiente manera:
«Me sentía responsable de la belleza del mundo. Quería que las ciudades fueran espléndidas, ventiladas, regadas por aguas límpidas, pobladas por seres humanos cuyo cuerpo no se viera estropeado por las marcas de la miseria o la servidumbre, ni por la hinchazón de una riqueza grosera; quería que los colegiales recitaran con voz justa las lecciones de un buen saber; que las mujeres, en sus hogares, se movieran con dignidad maternal, con una calma llena de fuerza; que los jóvenes asistentes a los gimnasios no ignoraran los juegos ni las artes; que los huertos dieran los más hermosos frutos y los campos las cosechas más ricas. Quería que a todos llegara la inmensa majestad de la paz romana.
»Este ideal, modesto al fin y al cabo, podría llegar a cumplirse si los hombres pusieran a su servicio parte de la energía que gastan en trabajos estúpidos o feroces».
Gobernar no es dar, es aportar; gobernar no es arrancar el fruto, es sembrarlo; gobernar es procurar la armonía, no la discordia; gobernar es sancionar a los que se salen del orden establecido, no solaparlos.
Por otro lado, gobernar no es sólo administrar el poder, no es abusar de él, no es disponer de las riquezas de una nación para forjar un patrimonio ignominioso, que difícilmente podrán gastar.
Gobernar es amar a los hombres, no despreciarlos y si eso ocurriera, el gobernante no sería digno de serlo. Adriano lo expuso en estas palabras: «No desprecio a los hombres. Si así fuera no tendría ningún derecho, ninguna razón para tratar de gobernarlos. Los sé vanos, ignorantes, ávidos, inquietos, capaces de cualquier cosa para triunfar, para hacerse valer, incluso ante sus propios ojos, o simplemente para evitar sufrir. Lo sé: soy como ellos, al menos por momentos, o hubiera podido serlo».
Un buen gobernante escucha, no se hace escuchar. Aquel que presume que cierra los oídos a las críticas, no es un hombre de estado, es un simple oficiante que no merece el puesto que ostenta.
Vaya pues esta recomendación literaria para aquellos hombres que en algún momento se sintieron tocados por Dios, como si Éste les hubiese dado el derecho a gobernar.
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