Gobernar no es dar, es aportar; gobernar no es arrancar el fruto, es sembrarlo; gobernar es procurar la armonía, no la discordia; gobernar es sancionar a los que se salen del orden establecido, no solaparlos. Por otro lado, gobernar no es sólo administrar el poder, no es abusar de él, no es disponer de las riquezas de una nación para forjar un patrimonio ignominioso, que difícilmente podrán gastar.
Gobernar es amar a los hombres, no despreciarlos y si eso ocurriera, el gobernante no sería digno de serlo. En Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar lo expuso en estas palabras: «No desprecio a los hombres. Si así fuera no tendría ningún derecho, ninguna razón para tratar de gobernarlos. Los sé vanos, ignorantes, ávidos, inquietos, capaces de cualquier cosa para triunfar, para hacerse valer, incluso ante sus propios ojos, o simplemente para evitar sufrir. Lo sé: soy como ellos, al menos por momentos, o hubiera podido serlo».
Un buen gobernante escucha, no se hace escuchar. Aquel que presume que cierra los oídos a las críticas, no es un hombre de estado, es un simple oficiante que no merece el puesto que ostenta.
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