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Cinco años escuchando las discusiones entre Sancho y don Quijote

Cinco años escuchando la voz de Sancho Panza, rogando a su amo que abriera bien los ojos para que se diera cuenta que los gigantes no eran más que molinos de viento, que los ejércitos no eran otra cosa que rebaños de cabras, que las doncellas eran mujeres un tanto casquivanas que gustaban de complacer a los hombres, que los castillos sólo eran humildes ventas, que el yelmo de Mambrino sólo era una bacía de barbero, que el salutífero bálsamo de Fierabrás sólo era una purga y que la Dulcinea del Toboso, a la que él ofrecía cada batalla, sólo era una moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, nada melindrosa y que tenía mucho de cortesana.

Cinco años convenciéndonos que los locos a veces son más sensatos que los cuerdos, que los hombres que se dicen libres son prisioneros de sus miedos y que, en los iletrados como Sancho, también podemos encontrar grandes destellos de sabiduría.

Cinco años convenciéndonos que la belleza está en los ojos del que la mira, como bien dijo don Quijote al reprender a Sancho que se burlaba de su Dulcinea: «Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar, más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama, y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa, ninguna le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo».

Cinco años leyendo El Quijote, acuciado por mis adultos mayores, quienes se daban cuenta que a veces en la sesión faltaba el pasaje obligado, cinco años de convivencia dichosa, porque la lectura es alimento para el alma, como bien lo decía el hidalgo.

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