Rafael Pérez Cárdenas / Xalapa está rota. Este jueves, contra su naturaleza febril y contestataria, las redes sociales mostraron un sentimiento de duelo, de tristeza y de nostalgia por lo que hemos convertido a nuestra ciudad. Aquélla capital hospitalaria, cálida por su gente y húmeda por su clima, se ha ido y nos amenaza con no volver jamás.
Los hechos violentos del miércoles nos arrojaron a una realidad que nos habíamos negado a comprender. La violencia de las colonias, la que creíamos de otros, se nos convirtió en propia cuando con horas de diferencia, cuatro personas perdieron la vida. Sus cuerpos quedaron tendidos apenas a unas cuadras del corazón de la ciudad.
Muchos mostraron su pena y solidaridad con las víctimas y sus familias. En realidad, tal vez, lo hacían por nosotros mismos. Por los que hemos perdido la paz y nos sentimos vulnerables ante esta pesadilla.
Estoy absolutamente seguro –como los están millones de veracruzanos- que el Gobernador no manda a asesinar personas; tampoco da órdenes para que las levanten o las secuestren; menos aún para que se susciten hechos de violencia a plena luz del día, en un centro comercial o en una escuela. Estoy seguro también que está haciendo su mejor esfuerzo. Pero hasta ahora, eso no basta.
La sociedad padece de un síndrome de orfandad. Las cosas suceden cada vez más, cada vez peor, cada vez más cerca, sin que haya manera de protegernos. La violencia nos alcanza y la justicia nos abandona. Hasta ahora, no se conoce que los responsables de tantos crímenes donde han muerto tantos jóvenes –incluso niños-, hayan recibido castigo. Por eso, por la impunidad, es que las cosas siguen pasando con un vértigo descomunal.
No podemos decir tampoco –como tanto se decía y se criticaba en el pasado-, que no nos preocupemos porque se están matando entre los malos. Porque ¿qué de malo tiene caminar por la calle y verse envuelto en una balacera? ¿O salir a la banqueta de nuestra casa y encontrarnos cadáveres envueltos en bolsas negras? ¿Cómo decir que sólo se trata de malos cuando la vida de una joven maestra de un jardín de niños, que inculcaba educación y valores para que esto no suceda en el futuro, termina de la manera más cruel imaginable?
Podemos ahogarnos en discusiones infinitas y absurdas sobre quien tiene la culpa. Unos dirán que es la corrupción y complicidad de quienes se fueron y otros pensaran que es la ineptitud arrogante de quienes llegaron. De lo que nadie duda, es que al final, todos somos las víctimas. Eso es lo realmente importante.
Y no debemos olvidar lo que fuimos. Rescato un texto que me hizo llegar mi querida Laura, porque debemos volver al origen de las cosas, a lo que éramos antes de todo esto; liberarnos del miedo que nos secuestra y recuperar nuestras vidas y nuestra ciudad.
“Antes”, no me daba miedo tomar un taxi, sonreírle a una persona que pasaba junto a mi o hacerle plática a algún desconocido, porque al final, siendo Xalapa tan chiquito, todos acabamos siendo conocidos de todos y sabía que llegaría a casa al final del día.
“Antes”, me gustaba tomar los caminos más largos por la noche para llegar a mi casa, para poder disfrutar de las avenidas, el aire fresco pegado a la cara, el cielo despejado observando las estrellas y sólo escuchando la tranquilidad del silencio. “Antes”, salía de la escuela y caminaba con otra amiga hasta nuestras casas a plena luz del día unas 20 cuadras aproximadamente sin que nadie nos volteara a ver siquiera.
“Antes”, me hacía feliz subirme a una bici y no tener rumbo en las calles del centro, en los parques o donde fuera, para distraerme, disfrutar y pasármela genial conmigo misma. “Antes” podía externar sin miedo mis ideas, enojos, alegrías, en fin lo que me diera la gana. “Antes” podía jugar, saltar, correr, gritar, bailar, tomar, cantar, divertirme, soñar, salir… podía ser libre.
Pero eso, todo eso era “antes”; hoy, cuando no matan, descuartizan, violan, extorsionan, secuestran, asaltan; balacean a la gente por tocar el claxon de sus coches, los matan porque les caen mal, o porque son mujeres, cuando no dejaban muertos en las calles y miles de etcéteras.
Xalapa era “antes” una ciudad tranquila, de gente conocida trabajadora, de buenos sentimientos, donde en cada lugar al que ibas te sentías a gusto y seguro. ¡¡ Me dueles Xalapa y mucho!!
En medio del debate sobre estas cosas, alguien ayer sugería que la palabra Gobernador hay que escribirla con mayúsculas, “aunque nos duela”. Y la verdad es que sí nos duele. Nos duele que contrate a un ex empleado -inhabilitado por la función pública- para renegociar la deuda; nos duele que quite el empleo a personas que no eran cómplices sino simples burócratas que vivían y necesitaban de su trabajo; nos duele que haya dado un perdón selectivo a ex funcionarios que saquearon al estado; nos duele la incapacidad ante la violencia; nos duele que se haya votado por un cambio para seguir siendo lo mismo. Es correcto, sí nos duele.
Para la gran mayoría de los veracruzanos, el tema de la inseguridad no tiene que ver con la política, se reduce al deseo de vivir en paz. Nos importa un bledo los colores. Por eso ya no deben volver nunca más quienes se fueron, y si los que llegaron no pueden con la responsabilidad, entonces que también se vayan.
Y que haya paz, aunque sea por un momento, para las familias que han perdido a un ser querido por causa de esta violencia.
La del estribo…
Hoy escucharemos una letanía de discursos anti patrioteros acusando que en México no hay nada que festejar. Que la independencia y su historia es un fraude. Y echarán culpas y lanzarán maldiciones. La realidad es más simple de lo que parece: nada no se puede festejar con el miedo a cuestas.
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