Cecilia Muñoz / Adopta una autora es un proyecto internacional que tiene por objetivo “dar a conocer la vida y obra de autoras pertenecientes a todas las épocas, nacionalidades, lenguas, géneros literarios y formatos de lectura. Para ello, una persona adopta a la autora de su elección para hablar de ella todo lo que pueda y más”.
Hace unos meses inicié mi participación en este proyecto con una semblanza de la autora María Luisa Algarra, española de nacimiento, mexicana por adopción y veracruzana por edición, gracias a la Antología de Obras Dramáticas que publicó la UV. En esta ocasión, hablaré de la Judith, la primera obra de teatro escrita por Algarra, y la única que fue representada en suelo español.
Judith
Judith los odia a todos. Hipócritas, estúpidos, grotescos, insustanciales… Así describe a los miembros de su hogar, una familia de cuatro miembros, aparte de ella, perteneciente a la clase alta de Barcelona aproximadamente en la década de 1930. Ellos tampoco le tienen mucha estima.
Pero aceptar la falta de afecto no es una opción para la rígida matriarca de la familia Isern, no al menos cuando falta un mes para la boda de Eulalia, la mayor de sus hijas, con Ángel Maristany, un joven respetable y cortés como debe ser. Judith y él aún no se han conocido y para evitar el bochorno y el escándalo, doña Carmen Isern planea un encuentro que resulta mejor de lo esperado: Judith no solo se comporta “a la altura” de su linaje, sino que encuentra una amistad pura y sincera en la compañía de su futuro cuñado.
Cuando leo Judith, de la dramaturga española María Luisa Algarra y primer premio del Primer Concurso de Teatro Universitario de Cataluña TUC, se me vienen dos mitos a la cabeza. El primero, el obvio, el de su nombre. El segundo, el de Atenea nacida de la cabeza de Zeus. Porque Judith no siempre ha odiado a todos en su hogar; hubo un tiempo en que en éste podía recurrir a la protección paterna de aquel otro loco que se empeñó en nombrarla “Judith”, como el personaje bíblico que por salvar al pueblo de Israel le hizo creer al general babilónico Holofernes que lo amaba, para después decapitarlo.
“Ella habría sido distinta si se le hubiera bautizado con un nombre… Decente”, se lamenta doña Carmen al hablar de su hija, al tiempo que sin querer delata la importancia de los nombres en la literatura. Nunca están ahí al azar. La Judith bíblica es heroica, pero también es traicionera. Y una viuda incapaz de amar a otros, algo de lo que la Judith de Algarra es acusada en varias ocasiones durante la obra. Como rata de biblioteca, “siempre con sus libracos, rodando quién sabe por dónde, o encerrada en su habitación”, a esta criatura de nacimiento introvertida y extraña solo le faltaba un nombre extravagante para terminar de construir el cisma entre ella, su familia y la sociedad a la que ésta representa.
Ángel es otro nombre evidentemente no elegido al azar y quizás un poco obvio, en tanto llega a salvar a Judith de su obstinación y a brindarle alivio espiritual. Como enviado directo del cielo, Ángel es un ser superior, un hombre recto, juicioso, culto, que ha sido colocado en el pedestal de lo platónico por Judith…
“Si no hubiera sido por Ángel, sólo con mis energías, jamás habría podido alejarme de la desesperación. Porque sentía una desesperación terrible y cruel… A él le debo esta especie de reposo, de paz… Es el más noble y comprensivo de los hombres. El único ser en quien se puede depositar una confianza absoluta (…) Una excepción admirable”.
Excepción son ellos, Ángel y Judith, caras de una misma moneda: intelectuales, introvertidos, amantes de las artes, lectores de filosofía, solo diferenciados porque Ángel parece tener mejor opinión de la sociedad en la que vive –o quizás, tener mejores habilidades para sortearla– que Judith. El género también es un factor importante aquí. Cuando Ángel se niega a realizar una visita de compromiso con un nutrido grupo, excusarse por su ajetreada mañana de trabajo es suficiente, a pesar de la insistencia y el enojo de Eulalia. En cambio, Judith y un personaje más, mencionado de pasada, son rarezas a las que hay que animar a salir de la concha. En ellas, el diagnóstico es “neurastenia”. El cuento de nunca acabar: la mujer solitaria, lectora, académica, huraña, reflexiva, etc., recibe el calificativo de “loca”.
No es, sin embargo, que la clase de Judith desprecie abiertamente la diferencia… Es que hay de diferencias a diferencias y parámetros a los cuales ajustarse. Eulalia es la meta: casada, social, formal y servil ante un marido al que no entiende, pero contenta.
María Rosa, la hermana menor de Judith, es una mujer más libre, capaz de pedir un cigarrillo, de bromear y de señalar la pérdida de criterio de su hermana mayor, al mismo tiempo que enuncia una corta sentencia contra el tiranismo patriarcal. María Rosa es una mujer moderna, pero aún guarda las formas y sonríe; agradable para todos, parece más bien la ocurrente de la familia que una verdadera rebelde.
En cambio, la oveja negra de los Isern es Judith, la hermana de en medio y que como tal está en el limbo entre el deseo de alcanzar la felicidad y seguir sus principios. Judith, como su contraparte bíblica, también tiene por ello algo de heroica: su vida es una lucha constante entre los principios añejos e hipócritas de su contexto, una mujer como la propia Algarra adelantada a su tiempo, más amiga de los conocimientos y la independencia que de los caminos preestablecidos.
Judith es una “comedia en tres actos”, aunque tiene poco de placentero y mucho de ironía cruel. El argumento daría para un final hollywoodense, pero Algarra no acostumbró a los finales normalmente alegres, pero sí reales y justos. De esos que dejan un “ay” en el corazón.
¿Qué si lo recomiendo? Mil veces sí. ¿Que si necesito que las obras de Algarra sean rescatadas y representadas por algún grupo teatral? Obviamente. ¡Pasen el recado!
Comentarios