Aurelio Contreras Moreno / Tras la publicación del reportaje de The New York Times en el que se acusa al gobierno mexicano de espiar a activistas, defensores de derechos humanos y periodistas a través de un sofisticado programa de software malicioso conocido como Pegasus, la respuesta oficial dada a conocer por la Presidencia de la República fue un lacónico “no hay pruebas”.
Tan simple y tan indulgente como eso. “No hay prueba alguna de que agencias del gobierno mexicano sean responsables del supuesto espionaje descrito en su artículo”, respondió al New York Times el director general de Medios Internacionales de la Presidencia de la República, Daniel Millán, seguido de los consabidos “juramentos” de “respeto” a la libertad de expresión y a la protección de los datos personales de los ciudadanos mexicanos. ¿Alguien esperaba que lo fueran a aceptar, acaso?
El espionaje de quienes los gobiernos consideran –y clasifican- como adversarios y enemigos es algo antiguo, podría decirse que hasta tradicional. No sólo en México, sino prácticamente en todo el mundo.
En nuestro país, el más “renombrado” espía político del viejo régimen priista fue el ex titular de la Dirección Federal de Seguridad y ex gobernador de Veracruz, Fernando Gutiérrez Barrios, quien se dedicó a armar expedientes con las fortalezas y debilidades, vida y obra, de todos aquellos personajes a quienes el gobierno mexicano consideró como una amenaza para la seguridad nacional, ya fuera por sus opiniones, sus filiaciones políticas o sus niveles de popularidad.
A través de ese tipo de prácticas, el Estado mexicano llevó a cabo lo que se conoce como la “guerra sucia”, a través de la cual cientos de opositores al régimen fueron acallados, asesinados y/o desaparecidos principalmente entre las décadas de los 60 y los 80 del siglo XX.
Hipócrita y paradójicamente, mientras este tipo de prácticas eran condenadas públicamente, sus operadores recibieron estatus de “héroes” por parte del Estado mexicano y premiados con cargos políticos de alto rango, como el propio Gutiérrez Barrios, que además de gobernador de Veracruz fue subsecretario de Gobernación en el sexenio de Luis Echeverría y secretario de Gobernación en el gobierno de Carlos Salinas.
Más recientemente, en el estado de Veracruz el hostigamiento y espionaje contra periodistas, activistas y opositores desde las esferas gubernamentales ha sido recurrente desde el sexenio de Patricio Chirinos Calero, siendo secretario de Gobierno en aquel entonces el actual gobernador Miguel Ángel Yunes Linares. La red de espionaje político de esos años (1992-1998) era operada por Enrique Ampudia, quien durante mucho tiempo permaneció cercano a Yunes Linares, hasta que se distanciaron al incorporarse aquél al gobierno de Javier Duarte de Ochoa.
Durante los sexenios de Fidel Herrera Beltrán y de Duarte de Ochoa, la filtración de audios, fotografías y videos como forma de control y ataque político fue tan cotidiana como aberrante. Y en los casi siete meses que lleva el bienio de Miguel Ángel Yunes nada ha cambiado. Ahí están los videos de Eva Cadena, utilizados en plena campaña para obtener dividendos políticos.
Por eso es que en realidad no sorprende que se acuse al gobierno mexicano de espiar hasta a quienes son tachados como sus “amigos”, utilizando para ello los recursos que el Estado debería ocupar para combatir al crimen organizado, como sería en este caso.
Son los mismos vicios de un viejo sistema que no ha cambiado prácticamente en nada y que repite las mismas prácticas para intimidar, sobajar, chantajear y atacar a quienes -como declaró al New York Times uno de los espiados, el director del Instituto Mexicano para la Competitividad, Juan Pardinas- son los “nuevos enemigos del Estado”.
Y antes como ahora, nunca hay pruebas. Lo que no quiere decir que no lo hayan hecho, y que no vayan a continuar haciéndolo.