Emilio Cárdenas Escobosa / Si desde los orígenes de la prensa en México la tarea de hacer un medio, de poner en letras de molde, con imágenes o viñetas, los hechos relevantes que acontecían en la localidad, el estado, en el país o en el extranjero, no era para nada tarea fácil; en los tiempos complejos de hoy, quienes viven para el periodismo -quizá el segundo oficio más antiguo del mundo- y de manera especial aquellos que lo conciben como función social más que como modus vivendi, negocio, vía para codearse con políticos y gobernantes, pasaporte al enriquecimiento, o patente de corso, enfrentan un reto casi hercúleo para desarrollar su trabajo en nuestro país.
Acosada por la censura o la autocensura, atenazada por la mirada escrutadora de la sociedad –que espera ver o leer lo “que no publican los medios controlados”- y sobre todo por los ojos censores de los políticos -protagonistas de la información que mayoritariamente se publica y por ende guardianes celosos de su imagen-, inmersa en la disyuntiva de ser un vehículo de información sin cortapisas al tiempo que empresa, la prensa no pasa por su mejor momento. Hacer periodismo u ofrecer a los lectores una publicación seria, equilibrada y socialmente útil equivale –valga la comparación- con el trabajo del alambrista del circo.
Si tradicionalmente ejercer el oficio de reportero implica acostumbrarse a pasar penurias económicas por los bajísimos sueldos de la profesión, o bregar diariamente por la nota oportuna, la declaración que se lleve los titulares del día siguiente, en medio de una feroz competencia de los compañeros de los otros medios, con las presiones del jefe de información, viviendo bajo el ojo vigilante de los comunicadores gubernamentales, la tarea es doblemente compleja ante lo peligroso que resulta ahondar en temas tabúes como el narcotráfico, las implicaciones de personajes varios del mundo político o policiaco con los criminales, las fortunas mal habidas de nuestros esforzados “servidores públicos”, los arreglos en lo oscurito para hacer negocios, las malas cuentas que dejaron gobernantes de no gratos recuerdos, entre tantos temas como quiera usted enlistar, el hecho concreto es que no es fácil dedicarse a esta tarea.
Los editores de medios, en tanto empresarios de la comunicación, cargan sobre sus hombros una enorme responsabilidad: hacer el periodismo que sirve a la gente, que le informa y le ayuda a formar opinión, y conciliar esa línea editorial, indispensable para la vida democrática, con la difusión de la publicidad gubernamental, especialmente cuando desde las oficinas de comunicación oficiales se piensa muchas veces que con los convenios publicitarios va incluida la subordinación del medio, la supresión de la crítica y la conversión del diario, el semanario o la página web de que se trate, en apéndice de las gacetas o diarios oficiales. Lograr esa buena relación con los centros de poder político o económico, que son sus anunciantes, sin convertirse en prensa panfletaria no es tarea sencilla. Precisa de dosis importantes de sensibilidad de los editores, de equilibrio informativo, así como, debe reconocerse, de apertura, tolerancia y talante democrático de la otra parte.
En nuestro país por tradición la relación prensa-gobierno es complicada, como fluida y positiva es la relación prensa-ciudadano, cuando se puede y se sabe dar. Me explico: En el primer caso pesa mucho la propensión natural del empresario editor a eliminar toda referencia a temas incómodos o aceptar la respetuosa sugerencia para que se mande a páginas interiores o que de plano se suprima la nota o columna molesta. En tanto que en el segundo caso, la recepción por parte del ciudadano de la información, cuando supera esas barreras de contención propias o ajenas, es notablemente bienvenida. Y la credibilidad e influencia del medio –que desde luego se traduce en más lectores, buenas referencias, anunciantes y la búsqueda o espera de la más reciente edición por su público lector- es su mayor recompensa.
Creo que ahí radica la mayor satisfacción de quienes ejercen el periodismo, de los editores, de todo aquel comunicador combativo que hace de este oficio una pasión de vida y una cruzada permanente por la objetividad y la búsqueda de información que realmente sirva a la gente y que haga posible el formar opinión.
Una democracia plena como la que aspiramos a consolidar, con ciudadanos informados, críticos y participativos, precisa justamente de esa clase de periodismo: el que está al servicio de ellos y no de los intereses de poder.
Nota: Esta columna la publiqué hace un par de años en esta fecha, y al releerla, decidí volver a ponerla a su consideración. Sigo en lo dicho.
La libertad de expresión y de prensa es de quien la trabaja.
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