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Campañas fallidas y banalización de la política

Emilio Cárdenas Escobosa / Prácticamente concluyen las campañas políticas de quienes aspiran a encabezar los ayuntamientos veracruzanos y los ciudadanos nos preparamos para emitir nuestro voto el próximo 4 de junio.

Difícilmente quien tiene la determinación de acudir a las urnas variará su decisión que ya está de alguna manera registrada en las múltiples encuestas que se han venido levantando. Por lo tanto los resultados son previsibles en dos escenarios: En el primero, Morena dará el campanazo y se alzará con el triunfo en alrededor de 100 municipios, la alianza PAN-PRD le seguirá con una cuota de entre 70 y 90 alcaldías y el PRI se derrumbará estrepitosamente, quedándose con entre 30 o 40 municipios, los más pequeños. En el otro escenario, Morena y la alianza PAN-PRD pelearán codo a codo por la mayoría de municipios, dejando al PRI con unos 40 o 50 triunfos únicamente.  En ambos casos el PRI se desfonda, lo que es perfectamente explicable a partir del gravísimo daño que le causó al partido la desastrosa gestión de Javier Duarte y la estela de corrupción, escándalos judiciales y la quiebra de la hacienda pública estatal, que sigue impactando en muchas dimensiones y direcciones a la sociedad veracruzana.

Lo novedoso en todo caso será ver hasta dónde avanzará entre la sociedad el llamado que ya se viene haciendo a anular el voto o hacerlo por candidatos no registrados para mostrar el rechazo a la pobreza de la oferta de candidatos y partidos, a la falta de resultados tangibles del actual gobierno estatal o a la abulia del gobierno federal que ve hundirse a Veracruz y lo deja a su suerte, o, en un sentido más amplio, para dejar constancia del hartazgo a la clase política en su conjunto.

Pero lo más relevante de todo este recuento es constatar la inefectividad de las campañas políticas y sus nulos resultados para atraer al electorado. Entre la brevedad del periodo para buscar el voto ciudadano y la ausencia de propuestas reales; entre la falta de imaginación para difundir sus mensajes y la clara apuesta por la compra de votos, las campañas pasan sin pena ni gloria y la decisión que debe tomar el ciudadano para elegir a quien brindar su confianza se convierte en una tarea más emocional que racional.

Decisión nada fácil si nos atenemos al tipo de mensaje y vínculo con el elector que se deriva no solo de sus apresurados recorridos proselitistas y mensajes a bote pronto, sino a lo que algunos expertos definen como la “americanización” de la comunicación política de las campañas, en donde lo que prima es el sometimiento de ideas y propuestas al “aura” de sus candidatos, y, sobre todo, el vaciado de referencias ideológicas en las propuestas electorales.

En un contexto democrático, el discurso político que da forma a los mensajes de las campañas electorales debe estar estrechamente vinculado a la capacidad de guiar, seducir y persuadir al electorado, convenciéndolo de que la propia posición frente a los temas de debate público y político es mejor que la de los contendientes. En este sentido, ello tendría como premisa básica, el diálogo.

Sin embargo, es una realidad que en los discursos políticos de las campañas electorales predomina el monólogo y todo el peso de esa tarea persuasiva se queda en la utilización de la imagen del candidato. Lo que queda es una sucesión de caritas sonrientes que penden de los postes de cada población, saturan el paisaje rural y urbano, e inundan las redes sociales y las frecuencias de radio y televisión. Caritas sonrientes y frases trilladas que no nos dicen nada y que en muy poco nos ayudan a decidir.

De esta forma el objetivo del pomposamente llamado marketing político que es, por supuesto, la captación de votos para ganar elecciones, se reduce a un simple truco psicológico o publicitario ante el cual el público se ve como una víctima pasiva y convierte a la racionalización del mensaje u oferta del candidato en una tarea para iniciados que logren desentrañar –si lo hay- el mensaje que pretenden dar los candidatos.

Esta ausencia de diálogo en las campañas políticas no constituye una cuestión menor y debería considerarse como un serio llamado de atención. Debate, propuesta y defensa de argumentos caracterizan y son requisito de las instituciones y procesos que denominamos democráticos. La dialéctica –o arte de disputar- y la retórica –o arte de componer discursos- son elementos consustanciales al ejercicio de la política y representan herramientas imprescindibles a los fines de la persuasión y la formación de consenso.

El debate público tiene una indiscutible utilidad a los fines de la confrontación de los intereses opuestos y para forjar una ciudadanía activa en los procesos de deliberación pública. No obstante, en un escenario en el que la imagen se antepone al mensaje, en el momento de formar un juicio u opinión el ciudadano tenderá de manera natural a utilizar aquella información que resulte más accesible o disponible para su memoria; aquella que implica menores esfuerzos de pensamiento y recuperación. He ahí el éxito de las modernas formas de hacer política y de organizar y conducir las campañas políticas, aunque vayan en detrimento de la calidad de nuestra vapuleada democracia.

En las campañas en las que no se dialoga, no se confrontan puntos de vista y propuestas, el silencio se impone ante la presunta eficacia de una imagen y se echa por la borda el objetivo que debe mover a los partidos y candidatos de establecer un debate público vigoroso. Así, las campañas se convierten en un conjunto de soliloquios dirigidos a diversos temas en donde en realidad la genuina difusión de las ideas deja de tener interés y la propaganda cede su espacio a la publicidad: a las caritas sonrientes, a los videos para mostrar los baños de pueblo del candidato y a los ingeniosos memes que del adversario se hacen.

Sin debate de ideas y propuestas, con la competencia electoral convertida en guerra sucia y en torneos de likes en redes sociales, elegimos a ciegas.

Es la banalización total de la política.

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