Jesús J. Castañeda Nevárez / Nunca tan sentido como hoy, que se vive en carne propia y en cada latido de los mexicanos residentes en el país vecino del norte y que experimentan su nacionalismo de una forma mucho más intensa que cualquiera de los que continuamos en nuestro territorio.
Tal vez por la nostalgia de lo que dejaron atrás, por su gente tan cálida y apapachadora de la cual extrañan el abrazo y el fuerte golpe en la espalda cargado de aprecio, cariño y amor. O tal vez por el miedo a lo desconocido, o a lo incierto, a partir de la llegada al poder de lo más cercano al anticristo que podríamos traducir, con el apellido Trump.
Hoy millones de inmigrantes se levantan cada mañana elevando una oración, apretando sus manos al corazón en un ruego por la esperanza de volver a casa y reencontrarse con sus hijos para abrazarlos y sin decir palabras ni mayores aspavientos volver la mirada hacia el cielo y decir “gracias”.
Y con esa sensación a flor de piel, encontrarse frente a la Bandera Nacional y escuchar nuestro Himno, debe ser imposible resistir las lágrimas que asoman por los ojos emanadas del mismo corazón.
Ese sentir nacionalista tan intenso en su forma de vivirlo diariamente por quienes están lejos de su patria, nos está haciendo falta a quienes aquí estamos, tal vez igual de molestos y afligidos por la incertidumbre de cada día, por la indiferencia de nuestros gobernantes o por la extrema incapacidad de los servidores públicos que amparados en su salario seguro se extravían en su zona de confort.
Nos sentimos frustrados de ver tanta corrupción, tanta injusticia, tanto descaro de personajes que de forma desproporcionada se enriquecen a costa del pueblo mientras que nuestras calles se llenan de indigentes desnutridos que cargan su miseria con la mirada hacia el suelo, sin ilusión, sin esperanza de justicia y sin posibilidad alguna de acceso a una vida mejor.
Miles de niños no están hoy en la escuela porque forman parte de la cadena de proveeduría familiar y su pequeño esfuerzo representa la posibilidad de tener una tortilla con sal apretada entre sus manitas en donde debiera estar un lápiz. Condición diaria que les sentencia a una vida de marginación social y al trato de inmigrantes de quienes quisieran exterminarlos o expulsarlos a donde no contaminen su escenario perfecto y cómodo.
Las políticas públicas representadas en las 11 reformas estructurales no han alcanzado los objetivos que el pueblo suponía y sólo se ha cumplido lo que en el fondo estaba bien planeado: hacer con ellas un enorme botín y repartirlo entre los cercanos de siempre. Esos que no conocen la pobreza ni la miseria, que no saben lo que es el hambre que te come por dentro y que jamás entenderán esa sencilla alegría de los pobres al recibir de alguien una simple moneda.
Pero, para reflejar el llanto de casi todo el país (exceptuando a los privilegiados del sistema), para mostrar el dolor de una sociedad desgarrada y pisoteada por la clase política, el mismo 24 de febrero nuestro Lábaro Patrio rasgó su vestidura en señal de duelo, mientras en el aire podría sentirse un mensaje a los presentes y con dedicatoria a todos: “Mexicanos al grito de guerra, el acero aprestad y el bridón”.
El evento ocurrió en el Campo Marte ícono del Ejército Mexicano, que recibía a lo más representativo de la clase política. La majestuosa Bandera de México ondeaba mientras la izaban lentamente extendiéndose como despertando de un letargo, para de inmediato dar a todos el mensaje de una nación, en esa callada expresión que dice mucho, porque demuestra la condición de desgarramiento de todas las ilusiones que han llevado al más alto repudio social que jamás haya tenido un presidente de México.
Los presentes guardaron silencio en actitud de sorpresa, vergüenza o reflexión, mientras el mensaje era reenviado a todos quienes hoy trabajan en el servicio público y que también son responsables por su indiferencia y mal trabajo, del dolor y marginación de un pueblo que clama porque tiene hambre y sed de justicia. La Bandera Nacional desgarrada es el reflejo de que hoy somos y de la situación en que hoy estamos, hasta que digamos convencidos: “Piensa ¡oh patria querida! que el cielo, un soldado en cada hijo te dio”. Ese es mi pienso.
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