Sergio González Levet / Terminamos de desayunar en el tradicional Café La Parroquia de Veracruz, y fue un banquete con todas las de la ley jarocha. Las ricas excelsitudes de la cocina veracruzana habían pasado por la mesa y reposaban ya en nuestros estómagos, que trabajaban al doble para procesar esa fiesta de masa de maíz, manteca, chiles varios y azúcar, que habían entrado combinados de manera deliciosa pero no por eso eran más fáciles de digerir: tortillas fritas en crudo, la masa revuelta con frijoles; picadas rojas, verdes y negras; cecina y longaniza; los huevos tirados… y luego el indispensable café lechero y varias piezas de pan dulce: canillas, bombas, banderillas.
Nos había llevado buena parte de la mañana engullir todo ese aguacero de sabores, y el calor ambiental se nos empezaba a acomodar en forma de sopor cuando el Gurú, más con la intención de mantenerse despabilado, me soltó su gracia, de modo que escucharan todos los comensales:
—Ve, querido Salta, por qué los jarochos tienen fama de flojos. Después de este opíparo desayuno, que es el habitual en estas tierras, el que consumen casi todos, ¡quieren que vayamos a trabajar!
La risa nos contagió a todos los que estábamos en la mesa, y el filósofo -así lo considero yo, aunque él dice que en realidad es “anti-filósofo”- cerró su ocurrencia con una explicación, como lo hace a menudo:
—Después de este fiestón de sabor, el organismo está dedicado de tiempo exclusivo a procesar, aprovechar y convertir en lo debido el alimento con el que retacamos nuestro sistema digestivo. En verdad que es una tarea ardua y exigente. El estómago y nuestros intestinos laboran horas extras con el apoyo de sus auxiliares -el versátil hígado, el indispensable páncreas, la diligente vesícula biliar-, y en verdad que se debe hacer un gran esfuerzo para mover nuestra anatomía hacia la oficina y poner la mente a trabajar en cosas de provecho (lo único que le importa a nuestro organismo, es tener un buen provecho, je je).
No faltó en esa mesa de orgullosos oriundos quien dijera que no obstante, la comida local era propicia para tener un organismo fuerte y una vida intensa. “Y es rica en pescado, ¡puro fósforo!”, exclamó.
El maestro esperó a que bajaran las risas (el buen humor es postre infaltable en todos los banquetes jarochos), y concedió la razón en cierta medida al ocurrente:
—En realidad, los veracruzanos hacen por la mañana una comida con toda lógica, porque desayunan fuerte y así dan oportunidad a su cuerpo de que queme esas calorías excedidas durante todo el transcurso del día. El problema que da pie al número tan extendido de panzones y caderonas en estos rumbos, es que muchos, pero muchos, después de ese desayuno pantagruélico comen a mediodía como si no hubieran probado nada en tres días, y por la noche cenan con todas las de la ley. Las tres son comidas ricas en carbohidratos y lípidos, y por lo mismo productoras de obesos en grado mayúsculo.
—No lo dirás por mí, estimado compañero, —exclamó, lleno de picardía, un rollizo personaje que había comido como el que más— porque yo llevo un buen tiempo a dieta. Mira, son las once de la mañana, y si terminamos el desayuno a las 10 y media, ya completé media hora de abstinencia.
Entre las risas de todos y desde la delgadez del pensador salió una despedida que fue como un colofón al banquete y al amistoso encuentro:
—Nos vamos y nos vemos, compañeros del alma. Lo bueno de todo esto es que el mesero me aseguró que todo lo que comimos es light, ¿o no?
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